SABADO Ť 28 Ť JULIO Ť 2001
Ť Adolfo Gilly
Génova, cuestión abierta
Paris, 28 de julio. "El G-8 perdió la batalla de Génova", titulaba el lunes 23 de julio Le Figaro, el gran cotidiano de derecha francés. El martes 24, cientos de miles de manifestantes desfilaban en más de 50 ciudades italianas (50 mil en Roma, 50 mil en Milán) al grito de "Asesinos", contra la represión, el gobierno de Berlusconi y sus aliados fascistas en el gabinete.
El jueves 26 en París, miles de personas, convocadas a última hora, recorrieron las calles bajo la lluvia hasta la embajada italiana en el barrio de Saint Germain, donde la policía les cerró el paso pero no buscó el choque. "Asesinos", gritaban los manifestantes, mientras encendían bengalas de los trabajadores ferroviarios, pero tampoco ellos buscaban la violencia. Su rabia era doble: por un lado el asesinato de Carlo Giuliani y la represión fascista en Génova; por el otro, el trato infame de la policía italiana contra los franceses (y otros extranjeros). Los golpeó, los arrastró, los pateó, asaltó sus locales de comunicación y descanso, se los llevó presos, los obligó a permanecer horas y horas de pie contra la pared en los lugares de detención, golpeándolos cada tanto en los riñones o dándoles la cabeza contra el muro y, sobre todo, tratandolos de "sucios franceses" (o alemanes o españoles) y de "cochinos extranjeros, así van a aprender". A este nivel quedaron la Unión Europea, el Parlamento Europeo y la comunidad europea. Justo es decir que el mismo o peor trato recibieron los italianos.
Sin embargo, no hay que pensar que la policía italiana se excedió. No hizo más que cumplir las órdenes del anfitrión del G-8, el gobierno de Silvio Berlusconi. Así lo declararon a los periodistas varios policías, asqueados del papel que les habían hecho cumplir y de la vergüenza que habían vivido. El plan de Berlusconi era romper las manifestaciones de masas, destruir las radios populares, devastar los locales del Foro Social de Génova, hacer un escarmiento y sentar un precedente. Esa fue la estúpida e insensata apuesta que perdieron.
Hoy la prensa europea de todas las tendencias condena al gobierno italiano. The Guardian y el Financial Times, de Gran Bretaña; el Corriere della Sera y La Repubblica, de Italia; La Libre Belgique y Le Soir, de Bélgica; Le Monde y Libératión, de París, y El País, de Madrid constatan el fracaso de Berlusconi y el final desastroso de la reunión. Notable es el comentario del periódico alemán Bild am Sonntag: "No hay que ser profeta para afirmar que la reunión cumbre del G-8 en Génova será el último espectáculo político ritualizado y pomposo de esta especie. Los dirigentes de los países ricos crean expectativas sobre resultados y éxitos seguros a las cuales al final sólo responden con compromisos vacíos y grandes declaraciones de intenciones".
Más allá del desastre político para ellos, la reunión de Génova muestra una realidad que los dirigentes del G-8 no están en condiciones de asimilar.
El ultraliberalismo, al romper todas las defensas y resistencias que las sociedades habían construido en tanto derechos, en tanto legislación y en tanto organización, contra la voracidad sin barreras del capital, rompió también el peso y la significación real de las mediaciones políticas; es decir, de la democracia institucional.
La banda de los ocho se reúne ostentosamente como dueños de las decisiones globalizadas que a todos nos afectan y nos conciernen. A ese nivel, no tenemos voz ni contacto ni interlocución posible. No hay elecciones ni instituciones, ni congresos que los controlen, no sólo a esos ocho sino a quienes por encima de ellos les fijan las políticas: los centros internacionales del capital financiero, los grandes ricos, pues, los pocos obscenamente ricos de este mundo dueños de nuestros destinos y, creen ellos, de nuestras vidas.
Pero para mandar, es su desgracia, hay que tocar tierra y mostrar en algún lado que se manda. Para eso montaron el espectáculo de la reunión del G-8 en Génova, no para resolver nada que sus gabinetes y otros achichincles no hubieran ya resuelto en reuniones previas. Y a Génova fueron los manifestantes, y los atraparon.
Además estos grandes son tan soberbios, tan negados y tan ignorantes del mundo en que viven y de su historia, que fueron a reunirse en Génova, el viejo puerto italiano, uno de los focos de la cuenca anarquista del mar Mediterráneo, que va desde Andalucía, pasando por Barcelona y Marsella, hasta Pisa y Livorno, en la costa italiana. Fueron además a buscar el país europeo donde la resistencia al ultraliberalismo está más organizada en la sociedad y tiene mayores experiencias de fulminantes movilizaciones a distancia dentro y fuera del territorio italiano. Fueron con su show a provocar a Génova, que en 1945 expulsó a los alemanes y en 1960 a los fascistas.
Estos ocho grandes son tan obtusos que no pueden ver que al borrar todas las mediaciones con las sociedades, como ellos lo hacen, un anarquismo moderno vuelve a aparecer como a fines del siglo XIX y principios del XX: la disputa total al Estado, la lucha no dentro de las instituciones (vaciadas de contenido y sentido) sino contra ellas, la resistencia de los desposeídos hecha odio y venganza contra la insolencia y el despotismo de los señores y los ricos. Pero no es éste el mismo de hace un siglo. Es un nuevo anarquismo, una nueva protesta violenta que sería mejor para la izquierda comprender antes que tomarla como una provocación (a menos que "provocación" sea todo lo que se mueve en la izquierda sin hacernos caso, desde la insurrección zapatista hasta la huelga de la UNAM).
Estos ocho son tan ciegos que no ven el agotamiento creciente de la "legitimidad democrática" entre las multitudes que no tienen defensa y cuyas armas legales y organizativas anteriores han sido destruidas. Tienen la mente tan cerrada como las clases políticas que siguen prometiendo "transiciones democráticas" cuando lo que hoy se impone en las decisiones son los métodos externos de Bush y Colin Powell, mientras Berlusconi da cátedra sobre métodos internos. (Así le fue, gracias sean dadas a Génova y a sus manifestantes).
La cuestión sin embargo no es reformar o maniatar a esas nulidades en el poder. Es construir una fuerza eficiente para contrarrestar ese poder.
La cuestión no es violencia o no. La cuestión es quién gana las calles y las plazas, quién moviliza al pueblo, quién arrastra a la prensa, quién obliga desde allí a las instituciones pero tampoco se detiene en ellas. La cuestión es quién construye además una contrafuerza social, un mundo nuestro, ciudades y campos organizados nuestros.
La cuestión no es entre violentos y pacíficos. Es comprender en toda su magnitud la violencia brutal y cínica de los gobiernos ultraliberales y respetar a quienes, desde el lugar que sea, los enfrentan.
La cuestión no es globalización o no. Es quién puede decidir en las nuevas relaciones mundiales, cómo se unen los movimientos nacionales dentro de las fronteras y por encima de ellas, cómo imponen la ley y la razón a gobernantes que no hacen caso de los parlamentos ni de las instituciones nacionales. En este mundo global que es el nuestro, la cuestión es dónde nace nuestra fuerza y cómo la organizamos.
México tiene esta cuestión abierta. Génova obliga a reflexionar una vez más el movimiento estudiantil, la alianza PAN-Fox-PRI amarrada en la ley indígena y, sobre todo, la persistencia, la resistencia y la extensión de la rebelión de los indígenas. La tentación de Berlusconi existe en México. Ella está ya presente en la ley Bartlett-Cevallos. Génova nos recuerda que Chiapas sigue estando en nuestro inmediato orden del día.