JUEVES Ť 26 Ť JULIO Ť 2001
Fernando del Paso
Palabras en libertad
Las lenguas son organismos vivos donde cada palabra tiene su propia existencia y, por así decirlo, una función única. Y así como existen, las palabras dejan de existir, y se pierden en los cementerios de algunos diccionarios, o en el olvido, en tanto que nacen otras nuevas. Las palabras son invenciones del hombre para nombrar y diferenciar las cosas, y para expresar sus sentimientos: el asombro, la tristeza o la angustia, la alegría, la indiferencia. También para expresar el odio, la ira, la repulsión, la envidia, el rencor. Entre ellas, entre todas estas palabras que nos sirven para expresar sentimientos de indignación o a las que acudimos para insultar y vejar, para humillar, se sitúan aquellas que han sido consideradas como ''malas'' palabras, a pesar de que a las palabras no podemos atribuirles pasiones o sentimientos; maldad o bondad. Somos nosotros, sus usuarios, quienes les otorgamos peso e intención, sentido y finalidad. En el cine y la literatura de hoy día, abundan estas palabras y se usa y abusa de ellas, simple y sencillamente porque el cine y la literatura son el reflejo de una realidad procaz, de una época en la que reinan el desencanto y la violencia, de unos tiempos, en fin, en los que no hemos sabido inventar las palabras que nos expliquen por qué el camino hacia la perfección espiritual del hombre se precipitó al abismo en Auschwitz, y el camino de aquella ciencia que suponíamos nos haría la vida cada vez más vivible, fue cortado, de un tajo, en Hiroshima. Porque no hemos sabido inventar las palabras -o en otras palabras: el pensamiento, que transforme las miserias del mundo en una existencia si no luminosa, menos sombría-. A esto se agrega una parábola: la libertad con la que hoy contamos, para la ostentación de la vulgaridad. Una pobre, irónica libertad, pero libertad al fin, la cual, al darse, parece haber provocado que todas aquellas palabras que la represión social hizo que permanecieran soterradas por largos años, se manifiesten como una explosión de fuegos artificiales llenos de colorido -no debemos olvidar que el idioma español es excepcionalmente rico en expresiones peyorativas, y que esa riqueza forma parte del tesoro de la lengua- pero que también, como los juegos pirotécnicos, pueden causar heridas.
Podremos quizás -y debemos- transformar, con enormes esfuerzos, esa realidad, y dignificarla. Podremos, tal vez, a un nivel modesto, y mucho menos ambicioso, hacer campañas para convencernos de que también somos nosotros los que, cuando así nos place, le otorgamos elegancia y belleza, equilibrio y mesura, a nuestras expresiones. Para convencernos de que, por una parte, el uso excesivo y gratuito de algunas palabras las desgasta, les hace perder su sentido original, y las convierte en una exhibición de andrajos, y que, por otra parte, debemos respeto a aquellas personas a quienes les desagrada escucharlas cuando no van dirigidas a ellas. En el entendido de que, por supuesto, menos agradarán a aquellas a quienes sí van dirigidas, porque entonces sí tendrán sentido: las equivocadamente llamadas malas palabras son buenas para lo que son: para expresarlas en el momento oportuno, ideal, indispensable, para que sean vehículo de nuestra ira, de nuestra indignación. Para que las usemos cuando nos golpean y queremos golpear con ellas. Algunas veces lo haremos injusta, equivocadamente. Pero también para eso existen las palabras: para expresar nuestra fragilidad, nuestros errores, nuestra ambivalencia, nuestra agresividad, nuestra confusión, nuestra estulticia.
Lo que no podemos es ignorar su existencia. Lo que no debemos, es prohibirlas. Se comienza por prohibir palabras del lenguaje hablado. De allí a la censura del lenguaje escrito, de las costumbres y de la expresión de los sentimientos espontáneos, no hay mucha distancia.
Texto leído por el escritor en la ciudad de Querétaro el martes 24 de julio, tras haber dictado la conferencia ''El viejo tema del traidor y el héroe", en el Museo Municipal de Arte