MARTES Ť 24 Ť JULIO Ť 2001

Hernán González G.

Entre la muerte digna, el Vaticano y la tanatología

Si en la ciudad más poblada del mundo aún no es posible legislar sobre la pavorosa contaminación auditiva que padecemos -vecinos con perros que ladran en la madrugada, restoranes convertidos en discos estridentes, centros comerciales ensordecedores- lo más probable es que quizá hasta el siglo XXII alguien se atreva a dictar leyes sobre un problema que también los mexicanos padecemos sin reconocerlo ni enfrentarlo: la opción a morir con dignidad.

Atrapada nuestra sociedad entre tradiciones malentendidas y modernidades peor asimiladas, aún considera, aunque sin saber ya para dónde hacerse, que la muerte es asunto religioso, o cuestión familiar e íntima, restringida a los condolidos y gastados deudos y, por último, al enfermo desahuciado y al moribundo.

Por otro lado, una globalización inequitativa y epidérmica insiste en convencernos de que conquistado el mundo a través del ciberespacio, la muerte ha sido vencida o, en todo caso, considerablemente alejada del frenesí pueril promovido por los medios e Internet.

Parafraseando a Monterroso, cabría decir: "Cuando los humanos regresaron de conquistar todos los planetas y de adquirir todas las cosas del universo, la muerte seguía ahí", por lo que a principios del tercer milenio resulta por lo menos estúpido enfrentar la muerte con las mismas herramientas del tercer milenio, pero de antes de Cristo.

Tras millones de años de muertes cotidianas, la humanidad tiene apenas cuatro décadas de haber iniciado, con la tanatología, el estudio multidisciplinario de la muerte, el morir y los moribundos, ya no a la luz de los dogmas amedrentadores y las resignaciones al uso, sino de criterios más humanos y abiertos para enfrentar, aceptar y acompañar las pérdidas definitivas, sobre todo la perturbadora, enfadosa pero inevitable muerte, habida cuenta de que nunca nadie ha salido ni saldrá vivo de este planeta.

Y si en nuestro aturdido entorno mencionar la palabra muerte o hablar de ésta resulta molesto, pronunciar el término eutanasia, que no significa asesinato sino facilitar una muerte tranquila y sin sufrimiento, se antoja blasfemo o pecaminoso, cuando no degenerado. Que los holandeses hagan como quieran, que nosotros con novenarios y calaveritas de azúcar seguiremos sorteando las veleidades de la parca.

Sin embargo, como observó un octogenario en fase terminal: "Vivir no es durar", para añadir una semana después, cuando diligentes médicos y enfermeras pretendían "salvarle la vida", es decir, mantenerlo a toda costa con vida, independientemente de la calidad de ésta: "šDios mío, que me permitan la paz que tanto necesito!"

Por fortuna, todos los esfuerzos humanos, científicos, tecnológicos y económicos desplegados resultaron inútiles, y aquel hombre, con una vida lograda y fastidiosamente prolongada pudo, al fin, hallar el descanso que por varios y seudocaritativos meses le fue escamoteado.

En este caso, la distanasia o muerte aplazada consiguió, por un tiempo, más que salvar una vida alejar la muerte, en un prurito malsano por preservar la existencia humana en las condiciones y al costo que fuese. Felizmente, y a pesar del triunfalismo seudocientífico y las falsas solidaridades, la naturaleza recupera sus derechos, aunque con frecuencia en condiciones de indignidad.

Urge pues, acorde con los afanes de cambio que el país exhibe, empezar a desarrollar y divulgar una nueva cultura ante la muerte, los moribundos y el morir, que deje ya de identificar muerte con culpa personal o fracaso profesional, que se olvide de confundir caridad con encarnizamiento terapéutico o de calificar como inmoralidad la inaplazable revisión de leyes y valores en desuso, hipócritamente preocupados del prestigio de la ciencia o del ego aterrado de los deudos, antes que de la situación concreta de quien padece una enfermedad incurable o terminal.

Oportunamente ocultado por las jerarquías religiosas y civiles, ya desde 1957 el papa Pío XII advertía: "los católicos no están moralmente obligados a someterse a tratamientos extraordinarios para retrasar el desenlace fatal de una enfermedad", poniendo así límites a una interpretación soberbia del "carácter sagrado de la vida".

Transcurridos 44 años, al sistema le sigue pareciendo más ético desarrollar la tecnociencia -con las cuantiosas utilidades y pérdidas económicas que conlleva, según del lado que se esté- que aceptar con serena madurez la condición finita de la existencia.

Pero continuar soslayando temas tan escabrosos como aborto, suicidio asistido, legalización del consumo de drogas o derecho a morir con dignidad, en nada contribuye a tomar conciencia de los mismos. En próximas entregas reflexionaremos sobre las múltiples vertientes de la tanatología, a la luz de un pensamiento verdaderamente humano ante la muerte, no de sus diferentes máscaras.