MARTES Ť 24 Ť JULIO Ť 2001

Ť Pedro Miguel

La muerte accidental de un activista

No hay forma de saberlo: Carlo Giuliani pasará al olvido en cuestión de meses o su muerte será recordada como la de los mártires de Chicago, o ambas cosas, o ninguna. El gobierno de Silvio Berlusconi la presenta como un accidente de la represión, los globalifóbicos la enarbolan como la prueba del nuevo totalitarismo global y la sangre ya fue limpiada. El sentido común del poder indicaría que no se puede combatir a balazos el descontento callejero, que es menos costoso -en términos políticos- un policía descalabrado que un manifestante muerto y que en los tiempos que corren la virtud central de cualquier gobierno es la contención. Los detractores del nuevo desorden mundial, por su parte, tendrán que deslindarse de los hooligans.

En el episodio ha podido averiguarse que el movimiento de resistencia global es una ensalada, también global, de malestares y disconformidades que no logra determinar si su principal enemigo es el ministro de Economía de Alemania, el cuerpo antidisturbios de la policía italiana o una lechuga genéticamente modificada; tampoco tiene claro si sus métodos para resistir la mundialización oprobiosa han de ser el incendio de las calles, la movilización no violenta, la programación de código para Internet o la meditación pacifista y vegetariana.

Pero el Grupo de los Ocho (G-8) le gana en confusión a sus detractores. En su conformación no hay criterios lógicos ni coherencia: los siete primeros miembros del club son los jefes de Estado o de gobierno de las siete principales economías nacionales; el octavo, el presidente ruso Vladimir Putin, no representa la octava economía, sino el segundo arsenal nuclear del mundo, con todo y que se encuentre en declive por la oxidación y el achatarramiento acelerado del equipo.

Al término de su reunión en Génova, y después de un muerto, cientos de heridos y varias toneladas de gas lacrimógeno, el G-8 emitió una carta rosa en la que ofrece ponerse a pensar una manera de incluir a la sociedad civil en los debates sobre globalización, promete una limosna de 53 millones de dólares para los países más pobres y anticipa la creación de un fondo -más sustancioso, ese sí- para combatir el sida. Además, los gobernantes más poderosos recomendaron el envío a Medio Oriente de observadores internacionales, una propuesta saludable para la salud mental de los israelíes y para la subsistencia física de los palestinos, pero que ya fue vetada por los primeros y que tendría que aplicarse también -a la vista del desastre genovés- a la misma Italia y a los sucesivos encuentros del G-8 en cualquier punto del planeta.

El resto del temario dio lugar a unas confrontaciones de clóset entre los participantes de la reunión. Los globalifóbicos tienen todo el espacio político del mundo para generalizar, especialmente ahora que la policía de Berlusconi les regaló su primer mártir, pero no es lo mismo el capitalismo renano de Schroeder que el capitalismo texano de George W. Bush; el presunto acuerdo sobre juguetes militares entre Washington y Moscú borra los desacuerdos de fondo entre los gobiernos respectivos, y la negativa del primero a aceptar el Protocolo de Kioto es un agravio mayor para sus aliados políticos y económicos europeos.

En la ciudad que se reclama cuna del más destacado (aunque inconsciente) pionero de la globalidad planetaria, la muerte accidental de un activista globalifóbico revela los límites y las contradicciones del variopinto movimiento de resistencia global, y al mismo tiempo ha colocado al G-8 en un papel tristísimo que revela la impotencia del poder: tras reivindicar su derecho de libre reunión, como si fueran unos pobres militantes apaleados y reprimidos, los jefes de Estado y de gobierno de las ocho potencias anuncian su decisión de retirarse a deliberar en la semiclandestinidad de Kananaskis, un pueblo de la provincia canadiense de Alberta. Pero nada garantiza que los globalifóbicos no los alcancen en ese pueblo cuya localización geográfica precisa es materia de especialistas y que bien puede describirse, en consecuencia, como el culo del mundo.

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