martes Ť 24 Ť julio Ť 2001
José Blanco
Marea en la cresta
El movimiento globalifóbico parece haber llegado a la cima, y no parece tener destino. Pero tendrá, sin duda, consecuencias. El movimiento no tiene destino por su vasta heterogeneidad, por su imposible articulación política y por su natural falta de programa. No es un movimiento en pro de algo sino en contra de la mundialización. Comenzó comandado por grupos sindicales en Seattle y después se sumaron, en olas sucesivas, izquierdistas, ecologistas, indigenistas, anarquistas, todo tipo de grupos que se sienten oprimidos, y miles de jóvenes rebeldes favorecidos por el sistema, con tiempo y recursos para desplazarse internacionalmente. De la barahúnda, el relajo y la protesta real, masivas, a la violencia y la infiltración provocadora, no hay más que un breve paso, que se ha dado, dramáticamente, en Génova.
El G-7 (más Rusia para la agenda no económica) habrá de cambiar su formato, pero no será impedido de continuar en la búsqueda de los acuerdos para la difícil armonización de la política económica mundial, que tal es su razón de ser. Pero el G-7 puede equivocarse si cree que podrá seguir acordando con la arrogancia de siempre respecto al inmenso mundo del subdesarrollo. Los límites pueden estar acercándose, y el movimiento globalifóbico puede ser un síntoma indirecto de ello.
En 1996 el G-7 dijo que reduciría la deuda de los países más pobres, en 80 por ciento. En 1999, que la reducción sería de 90 por ciento. Pero de acuerdo con el PNUD, la deuda total de los países del Tercer Mundo supera ya los 2 billones de dólares, a pesar de que desembolsan más de 200 mil millones de dólares anualmente, y de que el costo de ese rembolso para el Africa subsahariana -como lo ha recordado recientemente José Vidal Beneyto- es cinco veces superior a sus presupuestos de salud y de educación. Así, estos países están ahorcados.
Manuel Escudero, del Instituto Empresa de Madrid, pone sobre la mesa estas cifras generadas por diversos organismos internacionales. El mundo se divide hoy en 28 países desarrollados que tienen 15 por ciento de la población y 77 por ciento de las exportaciones mundiales, y 128 países en desarrollo que, con un 77 por ciento de la población mundial, contribuyen con 18 por ciento de tales exportaciones. En medio de esos polos, 28 economías en transición.
La balanza de pagos en cuenta corriente ha sido excedentaria para el club de los 28, pero negativa para el resto, deteriorándose más en la segunda mitad de la década de los noventa para África, Latinoamérica y los países en transición. De este modo, en vez de disminuir, el problema de la deuda externa de esos países ha aumentado nuevamente de manera dramática entre 1992 y 1998, como ocurrió durante la primera parte de los ochenta. El esfuerzo de los 156 países subdesarrollados para pagar la deuda absorbe hoy en promedio 39 por ciento de lo que producen.
Al mismo tiempo las inmensas diferencias económicas y sociales entre el norte y el sur se han ampliado continuamente. Por supuesto, en esto no hay ningunas fuerzas del mal conspirando para aplastar a los condenados de la tierra. Es el resultado del libre desarrollo de las fuerzas productivas y de los mercados mundiales y del aumento de la productividad del trabajo en el norte, que ha exhibido ritmos vertiginosos. El acelerado desarrollo tecnológico del norte es una de las poderosas raíces de los problemas de desequilibrio externo y del endeudamiento del sur. Y, tal como van las cosas, esas diferencias socioeconómicas se ampliarían mucho más y mucho más rápidamente, con el nuevo próximo desarrollo de la nanotecnología en el norte.
Entre tanto, en el sur, la ignorancia, la insalubridad, el hambre, la antidemocracia, la corrupción y el desorden económico campean. Frente al asombroso desarrollo tecnológico que viene en el norte, no es remota una nueva y suicida ola de nacionalismos y economías cerradas en el sur que, por supuesto, tendrán un impacto muy negativo en el norte pero que hundirían aún más al sur.
Sería preciso abatir el desfase entre la retrasada institucionalidad política mundial y la globalización económica. Pero, sin duda, las soluciones más cercanas estarán aún por mucho tiempo en el ámbito nacional. En una economía no sujeta a control social las desigualdades avanzan y también la proporción de la población excluida. Esto es lo que nos muestra la globalización en curso. Pero ningún Seattle, ni ninguna Génova lo va a cambiar. Holanda o Dinamarca han probado que es posible mantener la competitividad y la disciplina económica y fiscal, en el marco de la globalización, sin disminuir la protección social de los ciudadanos.
El grito y la desesperación, la protesta o la denuncia del sur frente al norte dejarán siempre las cosas como están. El sur tiene que poner orden en su casa. Pero no avanzarán mucho sin un cambio decisivo en las políticas y reglas internacionales. El norte no debiera olvidar que vamos en el mismo barco.