LUNES Ť 23 Ť JULIO Ť 2001
León Bendesky
Génova
Dicho sin ningún afán de trivializar las cosas, el fin del comunismo y la globalización están convirtiendo la política en un asunto soso. La falta de ideas y proyectos estatales que siquiera llamen la atención de la gente y puedan movilizarla, la ausencia de personajes convincentes con una visión que vaya más allá del trillado discurso de los mercados, y la existencia de movimientos sociales que tienden a quedar circunscritos geográficamente parecen ser la marca del nuevo siglo. Mientras la economía se globaliza, la política se hace provinciana a pesar del discurso dominante, se convierte en el terreno de disputa de las grandes corporaciones productivas y financieras, y los gobiernos aparecen en unos casos abiertamente como sus voceros.
Pero, a pesar de la conveniencia de mantener a la política refugiada tras un libre cambio cada vez más cuestionado, no puede dejar de ser el terreno donde se manifiestan los conflictos inherentes a la vida en sociedad. Esta expresión aparece sólo de modo fragmentario, como pueden ser los casos de Chiapas alrededor del problema indígena, de Brasil y el movimiento por la tierra, de Argentina en el entorno de la crisis económica, de la ex Yugoslavia en guerras de exterminio o en la misma Unión Europea cuando se mantienen las posturas nacionales y se vota en contra del Tratado de Niza. La política se ha ido convirtiendo en un asunto de gestión, como si los países fueran empresas y la población los clientes; la política es cada vez más el escenario de la corrupción con actores malos y tramas aburridas.
En los días recientes ha sido en Europa donde se han dado pruebas de hasta dónde alcanza por ahora el quehacer político desde la sociedad en esta fase de la globalización. Génova y Bonn reunieron a miles de personas para expresar su postura con respecto a la situación económica y ambiental del mundo. Lo que se vio, en primer lugar, es que no se necesita mucha gente para secuestrar a los jefes de Estado de los países más ricos del mundo, más el de Rusia. Este no es un asunto menor y evidencia cierta fragilidad de los consensos políticos que se alcanzan en las democracias capitalistas de principios de siglo. Es cierto que en términos estrictos los manifestantes de Génova son una minoría, de lo cual no se desprende, sin embargo, que aquéllos que se mantienen en una situación pasiva estén todos conformes con lo que ocurre.
Un aspecto de esa minoría que se hizo visible en Italia es que reúne a grupos de muy distinto origen y filiación política. Se mezclan desde aquéllos que ejercen acciones directas de tipo pacífico, entre los que está José Bové de la Confederación Campesina italiana, y que se hicieron muy visibles en la reunión de Seattle en noviembre de 1999. Ahí se manifestaron alrededor de medio millón de personas en ocasión de la Cumbre de la Organización Mundial de Comercio y provocaron el fracaso de la reunión que se había presentado pomposamente como la Ronda del Milenio. La próxima reunión se tendrá que llevar a cabo en Qatar, que en cuanto al comercio mundial sobresale sólo por su lejanía. Aparecen también grupos católicos cercanos al propio Juan Pablo II que piden la abolición de la deuda externa de los países más pobres. Los llamados Tute Bianche de filiación anarquista, quienes están del lado de los que se consideran como los invisibles del sistema mundial, como son los campesinos, desempleados e inmigrantes y que mostraron su cercanía con los zapatistas durante la marcha a la ciudad de México. Y están también los del frente duro, que ejercen acciones violentas y que, a pesar de que parecen ser los menos numerosos en el conjunto de los grupos de protesta en Génova, concentraron la atención por los fuertes enfrentamientos con la policía italiana, en los que murió Carlo Giuliani y dejaron cientos de heridos.
Hay una cierta paradoja en el movimiento de protesta contra la globalización que fue captada por Tony Blair desde algunos meses. El combate a la globalización tiene que apelar también a la protesta de tipo global para ser cada vez más efectivo. Aquí surgen cuestiones interesantes con respecto a la identidad de estos grupos y a su capacidad de organización política y económica. También falta por ver cómo es que se construye su base de sustento que tiene una parte visible, por ejemplo, en los foros sociales como el que ocurrió en Porto Alegre. Pero hasta ahí llega Blair, pues no resulta nada convincente cuando dice que los miembros del G-8 persiguen los mismos objetivos que los disidentes. La brecha es grande y tiende a ampliarse y no parece haber nada en el discurso político que acerque ambas visiones del mundo. Esto es lo que se ha denominado el déficit democrático y que expresa la distancia entre los ciudadanos, los proyectos políticos y las instituciones existentes, y es hoy, tal vez, uno de los asuntos centrales de la política en cada país y en la dimensión global. En Bonn se hizo patente la dificultad política para alcanzar consensos prácticos en torno al medio ambiente y también la distancia con las demandas de los grupos sociales, como indica la postura de George Bush respecto al acuerdo de Kyoto.
La reunión del G-8 debió tratar temas relevantes para la economía mundial, sobre todo lo que tiene que ver con un hecho que no se presentaba desde hace un cuarto de siglo y que es la coincidencia de fases de desaceleración pronunciada en los tres polos del capitalismo avanzado: Estados Unidos, la actual Unión Europea y Japón. Esto tiene que ver con las desigualdades en la liberalización comercial y los efectos de los flujos de capital a escala mundial, pero no se limitan a estas cuestiones, sino a la incapacidad de generar suficientes empleos, de resolver los problemas de las pensiones y del bienestar, y enfrentar la creciente pobreza en la mayor parte del mundo. Génova no mostró que los líderes de esos países estén a la altura de lo que exige el manejo de la economía mundial, pero parece que están más lejos aún de poder entablar una comunicación efectiva con la población y sus problemas cotidianos.