el cuento del domingo Mil kilómetros más allá de la chingada |
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Basaseachic,
Tomochic, Río Verde, La Junta, Guerrero... los lugares y los paisajes
pasan uno tras otro y el mentado pueblo ceramiquero sigue quedando tan
lejos como lo indica el desparpajado título de este cuento del domingo,
en el que Gerardo Cornejo nos conduce en pos de las ollas pintas de Juan
de Dios Alfaro, que se fabrican al final del arcoiris paquimé o,
como dice el autor, en los vacuos territorios de la otra realidad.
"¡Jijo de las mil y una madres!, exclamó Juan de Dios Alfaro el día en que desenterró aquellos guijarros rayados mientras cavaba en una de las cuevas de la remota serranía de El Apache en busca de mejores barros para sus adobes. Esto tiene algo... pero un algo muy... muy algo, pues, se dijo, y desde entonces regresó y volvió a regresar para seguir sus excavaciones, hasta que una tarde asoleada dio con las primeras vasijas dibujadas que muy pronto serían bautizadas como las ollas pintas en la extensa comarca de Mataindios Ortiz. Y le pasó que su natural curiosidad lo fue llevando a escudriñarlas con un interés que no se recordaba y que, sin darse cuenta, lo fue llevando a una especie de delirio creativo que no se conocía: Si ellos... digo... si los ellos que vivieron en estas remotidades, sabrá Dios hace cuántos nuncas, pudieron hacer estas chuladas de ollas, ¿por qué no podría yo hacer lo mismo si de ellos mismos desciendo? Y quién quita y en eso de aprender haciendo, me hago de un oficio porque este de chivero, leñador y adobero pues como que ya... Y ni él mismo se acordaría después cuánto tiempo se le pasó en aquellas cavilaciones; el caso es que a sus catorce años tenía vida de sobra para emprender una aventura de reinvención cuyo futuro no alcanzaba ni siquiera a vislumbrar. Y fue allí, entre cuevas umbrosas y cumbres escarpadas, donde sopesó, consideró y decidió que... que aprendería el oficio de la alfarería. Comenzó entonces un lento, largo y laborioso autoaprendizaje que le llevó años de amasijos quebradizos, moldeados disparejos y pulidos opacos hasta que, finalmente, logró las primeras vasijas de su propia cosecha, las primeras combinaciones de su propia invención, los primeros quemados sin reventazones y los primeros secados sin rajaderías. El Juan de Dios agarró una loquera por allá por las cuevas de la serranía, comentó uno de los viejillos que todas las mañanas se sentaban a calentar sus huesos al sol y a calentar las bancas de la plaza con sus nalgas. Está visto que cuando anda uno en demasía por aquellas soledades, se le puede meter en la cabeza cualquier ancheta désas, agregó otro. Y pacabalarla remachó un tercero, por allá le pegan a uno de frente los ventarrones arremolinados esos que vagan sueltos por la llanura. Y todo eso junto, le puede alborotar a cualquiera el avispero de las idellas. A saber cuándo esas carajadas empezaron a botarle la cadena al Juan de Dios porque ya lleva meses batiendo caliches, cociendo cajetes y luego pintarrojeándoles para sepa Dios qué fin. Propongo que a esa nueva ventolera le demos el bautizo de el mal de las ollas pintas, ¿qué les parece? Pues mientras no sea contagioso, dijo el último que habló. Pero Juan terco, Juan soñador, Juan Juan, albergaba un alfarero en sus adentros que se había despertado para siempre y que no lo dejaría descansar hasta el día en que lograra las primeras piezas vendibles después de las últimas pinceladas con espigas y plumas. Lo de inventar los pinceles de pelo de niño vendría mucho después, cuando ya había logrado un cierto dominio sobre el oficio. Así se le fueron veinte años y uno más, hasta que un buen día cargó con sus mejores piezas, tomó el rumbo del norte y desapareció en el polvoriento camino del viejo Casas Grandes. No se supo de él hasta mucho después, cuando regresó con la cara iluminada: había vendido las vasijas en una tienda de cacharros de un lejano pueblo de Nuevo México. Y fue precisamente allí donde fue a descubrirlas aquel joven antropólogo con ojos de águila y olfato de sabueso. Y le pasó también que, imantado por la rareza y extraña factura de las piezas, se juró que no pararía hasta dar con quien fuera que las hubiera fabricado. Así fue como comenzó un largo peregrinar que lo llevó por dilatadas extensiones vacías y sedientas (de Deming a Palomas; de Palomas a Janos; de Janos a Casas Grandes viejo, de...) hasta que, por fin, hizo su desorientado arribo a la inhospitalidad de la región de Mataindios Ortiz y... del taller de Juan de Dios Alfaro. MacCallum, le dijo el gringo académico al pueblerino atónito, poniéndole dos vasijas por delante. Spenser MacCallum me llama. Usted es don Juan I take it. Sí señor, para servirle pero... ¿de dónde carajos sacó esas ollas? De un junk store de Deming New México y, y desde allá y desde cuando yo anda viajando y viajando en busca de usted y de su lejosísimo pueblo. Y desde entonces se desató entre los dos una espiral de mutuo descubrimiento que los llevó a trabajar juntos por más de siete años. Eso fue lo que dio salida al arte de Juan al mundo exterior. Y se la dio tanto que sus piezas comenzaron a exhibirse en galerías del país vecino y luego en grandes museos de Europa (entre ellos el del Vaticano). No sería sino una década más tarde cuando fuera descubierto por la comunidad artística nacional que le concedería el Premio Nacional de Ciencias y Artes. They are beautiful, arent they?, dijo a mis espaldas una voz desconocida cuando curioseaba por una pequeña galería de Álamos, deteniéndome ante aquellas extrañas piezas de cerámica que atraían la atención de quien les pusiera el ojo encima. Pues sí, sí que son preciosas y sobre todo extrañamente originales, contesté mientras volteaba para conocer al dueño de aquella voz. Era Jaime Toevs, gringo aventurero, buscador de arte, viajero atípico y comerciante cambalachero de cachivaches que no sólo conocía aquella historia sino que en sus correrías había ido a dar con Mataindios años antes y se había hecho amigo de don Juan y más tarde de Spenser. Desde entonces viajaba hasta allá un par de veces al año para surtirse de ollas que traía a vender a su galería. Dos tragos más tarde me había convencido de que fuéramos a Mata para que escribas algo sobre aquel milagro de los barros, me espetó. Y un mes más tarde se apareció en mi cabaña montañesca para emprender desde allí la travesía de la Madre Sierra con rumbo al mentado pueblo ceramiquero. Llovió toda la noche y la mañana llegó toda envuelta en gasas de niebla. Pero eso no impidió que, al alba, aventara un zapato hacia el tapanco con la intención de despertar a Jaime. Bajó de inmediato y en menos de un apenas, ya íbamos entre cumbres nevadas y espesos bancos de niebla. Remontamos Basaseachic, Tomochic y Río Verde, y antes de llegar a La Junta viramos hacia Guerrero. Y de allí en adelante se nos resbaló la mirada sobre el exceso de distancias que se dispersan en valles oceánicos contenidos por cadenas montañosas paralelas. Engullendo lejanías pasamos por Matachic, dejamos Madera hacia la izquierda para salir a Gómez Farías, atravesar la sierra de La Catarina y bajar a Buenaventura. Y frente a nosotros se extendió, ilimitado, el reino de la sequedad pedregosa, las polvaredas extraviadas, la peladumbre territorial, la desnudez vegetal y la predominancia del baldío. Después de interminables rectas anestésicas, llegamos por fin a Nuevo Casas Grandes para seguir luego hacia Casas Grandes viejo donde visitaríamos tres talleres que imitaban la alfarería de Mataindios Ortiz. Habíamos viajado once horas y el
día se acababa, así que la emprendimos de inmediato hacia
la mormonería de Colonia Juárez. Y como ya estábamos
casi al final del mundo, allí se acababa el pavimento y empezaba
una terracería cacariza y estrujaentrañas. Para colmo, una
llovizna terca se nos vino encima convirtiendo
Y el maldito Mataapaches que no se avisaba por ninguna parte. La extensión desolada seguía sin ofrecer asidero a la mirada que, suelta, se deslizaba hasta la Sierra Madre por un lado y por el otro hasta la cadena montañosa de El Apache, cuyo gigantesco perfil indiano domina el yermo vacío. Y... Y el dichoso Matanavajos que no llegaba nunca. Jaime me calma entonces con un ya merito llegamos y yo le replico que hace horas que me vienes diciendo eso y es que lo que nunca me aclaraste fue que este pinche lugar está a-mil-ki-ló-me-tros-más-allá-de-la-chin-ga-da... Y la noche se nos viene encima... y, poor fiiin... avistamos a lo lejos un reguero de casas de adobe retostado por el sol y carcomido por el viento. Hacemos la entrada ya de noche. De varios postes grises cuelgan focos empalomillados que reparten una luz anémica. Todavía traficamos por callejuelas bordeadas de escombros antes de ubicar la Posada Sin Nombre. Hemos llegado, ahora sí, a un lugar de aquellos por los que nadie pasa nunca porque están al final de la hebra; de aquellos a los que se va sólo por decisión o sólo por necesidad. Es decir, porque están en el confín del ancho, ajeno mundo. Pero, al fin, allí estábamos y había que salir la siguiente mañana a visitar los talleres y galerías alfareras. La mayoría de los artesanos, siendo amigos de Jaime, le permitían hacer su selección con paciencia y cortesía. Por eso pasamos el día entero de casa en casa, saltando charcos, evitando perros y examinando cuantas ollas pintas se les antojaba enseñarnos, ya que había que distinguir sus diferentes calidades y detectar aquellas que según Jaime están hechas con un amor y una paciencia que las convierten en esa policroma filigrana de colores, formas y texturas que las han hecho tan famosas. Y es que, se siguió Jaime, ellos no sólo trabajan para subsistir sino para buscar la perfección y la belleza, por eso cada artista firma la pieza que elabora y... y mejor no le siguió cuando vio mi gesto de impaciencia porque faltaba todavía que cumpliera su promesa de presentarme a don Juan en su propia cueva calichera. Así que al día siguiente fuimos directo a su galería. Unas cuantas palabras me bastaron para darme cuenta de que estaba frente a un artesano consumado y desprovisto de toda vanidad porque en lugar de esconder sus conocimientos los había repartido entre sus familiares, amigos y vecinos desparramando aquella bonanza en más de trescientas familias que ahora vivían de aquel oficio. Sus treinta y un años de trabajo le habían dado una maestría indisputable, por eso era el protagonista central de aquel renacimiento de barro, de aquel milagro de arcilla y aquella explosión de creatividad. Pero no se dormía en sus laureles y continuaba sus excavaciones en busca de mejores barros, arcillas y caliches. Y es que él, en sí mismo, era una combinación de estos tres componentes en un estado de perfecto cocimiento y de brillante pulido. Y todavía se remontaba a las montañas no sólo en busca de extrañas piedras de donde extraer colores, sino de remansos de soledad para mantener aquella salud espiritual que se le reflejaba a las claras en el rostro. Me despedí de él con la extraña sensación de que no volvería a verlo nunca. Caminé después distraídamente por el pueblo y pronto me di cuenta de que deambulaba por un caserío de los que compiten reñidamente por el título del pueblo más horroroso del país y en el que Mataindios podría aspirar a finalista. Y mirando aquel entorno no pude abstenerme de atacar a Jaime con que ¿cómo es que en medio de esta lejanía y abandono pudo producirse esta eclosión artística?, ¿cómo es que entre este desorden y este tiradero de basura ha podido enraizar este afán por pintar los sueños en arcilla?, ¿cómo es que entre la rudeza humana y la inclemencia climática pudo prender la delicada planta del talento?, ¿cómo...? Pues muy sencillo, me replicó, yo creo que esto es posible en cualquier pueblo que cuente con locos luminosos como don Juan de Dios Alfaro Quezada. Y mientras regresábamos (con siete cajas repletas a cuestas) ellos se quedaban allí sin ganas de irse a ninguna otra parte, contentos con su seco sentido del humor (un changarro que se llama Matajári, un perro que chupa piedras, un burro que ruge, una lechuza que lee, un loro zapatista, un viento que se queja, un...), calmos con su destino, ocupados en su arte y... y sin importarles dos cominos que yo opine que Mataindios Ortiz está a mil kilómetros más allá de la chingada. Mucho después, en nostálgica conversa con Spenser y Jaime, en su galería de Álamos y frente a una exposición de las mejores piezas de aquel legendario artesano, vine a enterarme de que cuando supo que le había llegado su hora, lió sus bártulos, se despidió de todos y se perdió por el camino que asciende zigzagueante hacia la serranía de El Apache. Esta vez no dejó dicho cuando volvería. Y era que había decidido internarse en el no tiempo y en el fuera del espacio, para reunirse con los antiguos alfareros paquimés en los vacuos territorios de la otra realidad. |