La pena de muerte en Querétaro |
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La maestra Blanca
Estela Gutiérrez nos habla en este bien organizado ensayo de la
forma en que se aplicaba la justicia en Querétaro durante la primera
década del régimen porfirista. Su amplia información
le permite afirmar que "los luchadores sociales, particularmente los vinculados
con las luchas indígenas en defensa de la tierra, eran considerados
como delincuentes del orden común y sentenciados como tales". Este
ensayo nos hará reflexionar sobre la "estrecha relación existente
entre la pobreza y los delitos cometidos en contra de la propiedad". Los
hechos de Tlacote el Bajo se inscriben en el contexto de la pax porfiriana
y sus ecos todavía resuenan en el México del capitalismo
salvaje.
Dicen que la historia es la maestra de la política y también dicen que un pueblo que no conoce su historia está condenado a repetir sus mismos errores. No por trilladas, estas expresiones dejan de contener una gran verdad. En momentos como los actuales, en los que la delincuencia supera con mucho los esfuerzos institucionales por contenerla, no han sido pocas las voces que exigen la restauración de la pena de muerte en nuestro país; tampoco son pocos los hombres y las mujeres que habitan las saturadas cárceles de México purgando penas por delitos fabricados o asociados con la pobreza y las luchas sociales. Ante esta problemática, la historia tiene mucho que decir. Estas líneas recuperan algunos ejemplos que ilustran los criterios dominantes en la aplicación de la justicia en el estado de Querétaro durante la primera década del régimen porfirista y los casos y las circunstancias en las que se aplicó la pena de muerte. Ciertamente hacen falta estudios más profundos para conocer con mayor precisión la problemática señalada. Sin embargo, la información disponible permite hacer dos afirmaciones: 1) Los luchadores sociales, particularmente aquellos vinculados con las luchas indígenas en la defensa de la tierra, eran considerados como delincuentes del orden común y sentenciados como tales. 2) La mayoría de los sentenciados a la pena capital aplicada en Querétaro durante los primeros años del régimen porfirista fueron campesinos e indígenas pobres. Los "bandidos" de Tlacote el Bajo En la madrugada del 19 de octubre de 1882, "una gavilla de bandidos, disfrazados de peones de campo", asaltaron la hacienda de Tlacote el Bajo de manera inesperada. La "gavilla", como fue calificada desde el inicio por las autoridades, estaba conformada por un grupo "como de treinta hombres, armados con puñales, chuzos y machetes". Los acontecimientos ocurrieron cuando el administrador de la finca había salido para dirigir las operaciones del día y observó a un grupo de hombres que "por su traje, actitud y oscuridad de la mañana, juzgó trabajadores [de la hacienda] y los saludó afectuosamente"; la respuesta de "los miserables cobardes", señalaron las autoridades, fue arrojarse sobre "el indefenso administrador, el cual buscando refugio en la hacienda, entró á ella y tras él los ladrones". En defensa del perseguido acudieron "el escribiente y el trojero", quedando todos, especialmente el administrador, gravemente heridos. Días más tarde, los dos primeros fallecieron. Los atacantes hicieron "pedazos las puertas de la tienda y la saquearon", robando "los caballos, armas y cuanto existía en la tienda"; posteriormente huyeron hacia el monte sin registrarse mayor resistencia. De Tlacote el Bajo se dirigieron a la hacienda del Obrajuelo, donde robaron en el rancho del Zapote e hirieron de gravedad a su dueño. El asalto de Tlacote el Bajo indignó a la sociedad queretana. El hecho no era para menos: la hacienda asaltada pertenecía a la familia del gobernador y los hechos habían ocurrido en las inmediaciones de la ciudad. Por ello, inmediatamente se reportó de lo acontecido a la capital del estado, donde las autoridades dictaron las medidas oportunas, lográndose la captura de una parte del grupo y de lo robado. A los reos se les recogieron "tres documentos, siendo uno de ellos [el] nombramiento de coronel para Antonio Balanzarte, otro de comandante de escuadrón para Antonio Guevara y otro de general para José Jiménez". Los aprehendidos, veintidós en total, fueron condenados a la pena de muerte. Después de diversas apelaciones, a trece se les revocó la sentencia de muerte pero recibieron diversas condenas; a los nueve restantes les fue ratificada la pena capital. Por medio de sus familiares los reos interpusieron el recurso de amparo en el juzgado de Distrito. En defensa de los sentenciados a la pena de muerte alegaron el hecho de que, al habérseles encontrado a los detenidos unos "despachos militares expedidos por un Directorio revolucionario", no debieron ser considerados como "salteadores ni juzgados por los Tribunales locales", sino que eran "rebeldes" y por lo tanto su caso debió haberse turnado a los tribunales de la federación violándose así el artículo 16 de la Constitución. Al respecto, el juez federal que emitió el dictamen argumentó que los delitos cometidos por los reos no pertenecían a delitos de seguridad contra la nación, pues legalmente no podían ser reputados ni como rebeldes ni como sediciosos, supuesto que para lo primero no [bastaba] que se [hubieran] encontrado en poder de algunos de ellos despachos militares, pues requiriéndose como circunstancia constitutiva del delito de "rebelión" [ ] un alzamiento público y una abierta hostilidad, ya sea para variar la forma de gobierno, ya para abolir ó reformar su Constitución política; ora para impedir la elección de uno de los Supremos Poderes, ora para sustraer de la obediencia el todo ó una parte de la República, ora por último, para despojar de sus atribuciones á alguno de los Supremos Poderes; y no habiendo constancia de que los quejosos se [hubieran] alzado públicamente con alguno de los fines indicados [resultaba] que ellos, conforme al Código Penal, no [podían] ser tenidos como rebeldes.Tampoco podían ser considerados como "sediciosos", porque para la existencia jurídica de dicho delito el marco jurídico exigía "no sólo la reunión tumultuaria de diez ó más individuos", sino también que dicha reunión tuviera por objeto el impedir la promulgación o ejecución de alguna ley o el de impedir a alguna autoridad o sus agentes el libre ejercicio de sus funciones, circunstancias que, en la opinión de la autoridad, no habían estado presentes en los hechos de Tlacote el Bajo. Por lo tanto, la autoridad respectiva concluyó que era "incuestionable que los Tribunales federales", conforme a la Constitución, no tenían jurisdicción para juzgar a los quejosos. Señaló, además, que no habiéndose puesto en duda que el robo en asalto y los homicidios por los que habían sido juzgados, habían tenido su verificativo dentro de los límites jurisdiccionales de las autoridades locales, así como tampoco había duda en que los delitos pertenecían a "los del orden común", era "incuestionable" que el conocimiento de ellos pertenecía a la justicia local. Con relación a los "despachos militares" encontrados en la casa de algunos de los detenidos, el hecho fue calificado como "aislado", ya que por su "autenticidad no respondían los mismos interesados". Por ello, el amparo de la justicia federal les fue negado. De hecho, todas las apelaciones, todos los recursos y todas las instancias fueron adversas para los sentenciados: La justicia inferior y superior del estado, en todas sus instancias los condenó a muerte; la justicia federal también en todas sus instancias les negó el amparo y la cámara legislativa del mismo estado por votación unánime les denegó el indulto.Efectivamente, el 13 de junio de 1884 los diputados aprobaron de manera unánime el siguiente acuerdo: "No es de concederse el indulto de la pena de muerte que han solicitado los asaltantes á la hacienda de Tlacote.". Inmediatamente después de este acuerdo de los legisladores, el gobernador del estado ordenó la ejecución de los reos, señalándose el lunes 16 de junio a las diez de la mañana para llevar a cabo la ejecución. Así, a un año y nueve meses del asalto, la sentencia se llevó a cabo y los asaltantes fueron pasados por las armas. Un regimiento de rurales de Querétaro formó militarmente el cuadro para la ejecución de los reos de Tlacote y la Compañía del 2º. Cuadro del Batallón del ejército federal "perfectamente equipado", escoltó a los sentenciados desde Capuchinas hasta el lugar del suplicio que fue "á la izquierda del antiguo cuartel de caballería, frente á la Alameda". La "numerosa asistencia" a la ejecución "presenció ésta en medio de un imponente silencio que fue interrumpido por el estallido de la descarga de los remingtons que hicieron sucumbir instantáneamente a aquellos desgraciados". El impacto emocional entre los asistentes fue profundo. Al respecto, la prensa local señaló: De sensación fue [ ] para la ciudad la ejecución de los criminales, tanto por su número, como por el lúgubre aparato de que la ley rodea este tremendo acto, y por el tiempo transcurrido; pero por dolorosos que sean sucesos de esa clase, debe de convenirse en la triste necesidad de ellos.Si bien tanto la autoridad política como la judicial (estatal y federal) les desconoció el carácter de rebeldes, una vez ejecutados la prensa oficial señaló, reconociendo explícitamente su carácter de luchadores sociales: Bajo el pretesto de consumar un plan de reivindicación de derechos sobre propiedad territorial, ya algunos de los reos [se habían lanzado] á criminales vías de hecho y á alguno, Antonio Guevara, se le encontraron entonces por la policía, proclamas para [levantar] en armas á la raza indígena con un plan socialista, despachos en blanco para jefes y subalternos y banderas de raso tricolor, con una inscripción dorada que decía: "Falanges populares socialistas".Los ejecutados eran, pues, luchadores sociales que defendían a los indígenas en la lucha por recuperar las tierras que paulatinamente, y por diversos medios, habían perdido. De hecho, la misma prensa oficial del estado continuó reconociendo su carácter de "revolucionarios". Así, por ejemplo, ante el impacto emocional provocado entre la población, la prensa solicitó: "No hay que juzgar a la administración pública [ ] sino con el recto é imparcial criterio de la razón que se inspira en el bien procomunal y en los fueros de la honradez, del trabajo y de la tranquilidad pública." Había que recordar, señalaban los voceros oficiales, que "los horrorosos crímenes cometidos en Tlacote [habían sido] atroces, premeditados y con ventaja", pero sobre todo que los culpables "eran precursores, anuncio fatídico y seguro de esa revolución antisocial y salvaje que [alimentaba] la clase indígena, vilmente explotada por aquellos que le [habían] hecho creer en la posible reivindicación de derechos ilusorios y en la ejecución de venganzas que no [tenían] razón de ser en estos tiempos". "Tremenda" era la pena de muerte, reflexionaban algunos, ciertamente "tremenda", y más de alguno la rechazaba; pero cuando una sociedad se desquiciaba y en ella el vandalismo se levantaba "arrogante contra la honradez y la propiedad", primero estaba "protejer á la sociedad por medio de leyes enérgicas y de fallos justos y severos, que conceder a los criminales derechos que no [merecían]". Finalmente, la prensa concluyó: "Las ejecuciones de los reos de Tlacote [ ] serán terribles pero necesariamente justas [ ]. Que los perdone Dios." No sabemos si Dios perdonó a los ejecutados o a sus verdugos. Lo que sí sabemos es que para la mentalidad de los hombres que gobernaban en la época, no había cabida para este tipo de acontecimientos. Morir por hambre
La aplicación de la pena de muerte a los salteadores fue una medida drástica empleada durante la primera década del régimen porfirista y se aplicó con todo rigor, aunque debe señalarse también que muchos de los sentenciados a la pena capital recibían el indulto de la autoridad correspondiente. Un elemento común en todos los sentenciados a muerte era la pobreza. De hecho, el defensor de los presos de Tolimán señaló que la miseria era "una plaga general" en los pueblos del lugar, y que esa miseria era la que obligaba a sus defendidos a delinquir.1 Tal había sido el caso de Apolonio Lara, quien acusado de robo señaló que había perdido el trabajo de jornalero y al no encontrar ningún otro medio de subsistencia se había visto obligado a robar para mantener a su familia. No todos los condenados a la pena capital tuvieron el beneficio del indulto. Al respecto, fue en 1877 cuando se registró el mayor número de ejecuciones. En ese año, por ejemplo, se cometió el robo de seis burros en la hacienda del Obrajuelo; después de diversas pesquisas, un grupo de campesinos fue aprehendido, pero del total sólo Pedro García y Tomás González fueron condenados "a la pena de ser pasados por las armas".1 El abogado José Ramón Blasco solicitó el indulto de García y González, para impedir que se llevara a efecto "tan cruel é inútil pena", con el argumento de que a sus defendidos nunca se les había podido probar que fueran ellos los autores del robo de seis burros, además de que no había proporción alguna "entre la vida de los inculpados y los seis burros robados". Por ello, agregó: "La pena de muerte como reparación del mal causado por el delincuente es inútil; como escarmiento, traspasa los límites de la justicia, y como medio de intimidación es un recurso que hace retroceder á la sociedad á la barbarie." El gobernador Antonio Gayón negó el indulto solicitado con el argumento de que "la seguridad de obtener perdones e indultos, la piedad mal entendida [ ] y la exageración de principios [mal llamados] humanitarios", sólo protegían la impunidad y aumentaban la audacia de los malhechores.2 Así, por el robo de seis burros, a dos campesinos queretanos les fue ratificada la sentencia de ser pasados por las armas. Otro caso igualmente conmovedor es el de Ramón Gómez, acusado por robo en despoblado a un conducto de vino mezcal en terrenos de La Esperanza, y condenado a la pena capital. El reo, de treinta años, confesó en su declaración que lo había hecho "por quitarle las tortillas que llevava para comer, porque tenía mucha ambre". En la opinión de su defensor, "esta confesión [ ] le [quitaba] el cargo que pudiera hacer responsable á un ladrón de profeción que [robaba] por ambición de tener"; por ello, señaló, el reo Ramón Gómez merecía "consideración por su indijencia y necesidad [ ] de conservar su propio individuo", pues muchos que no conocían "este deber de conservar su existencia" se dejaban morir siendo responsables "del suicidio voluntario". El hambre y la pobreza de la gente del campo fueron los argumentos esgrimidos por el defensor, y para ello expuso la patética situación en la que se encontraba la mayoría de los campesinos del estado: Si descendiéramos á discutir sobre la inmensa pobreza que aflige á nuestro país y sobre todo á nuestro pobre Estado de Querétaro arrancaría lágrimas de dolor la situación de esa pobre gente que el rico propietario ha bautizado llamándolos con el nombre de "gañanes del campo". Estended la vista fuera de buestra casa C. Prefecto, salid fuera del círculo que compone este Distrito, y veréis esa clase desvalida del pueblo á que pertenece mi defendido, como pulula sin pan y sin abrigo en las vías públicas, en las puertas de los templos y de los teatros, en el paseo y en el hogar demandando caridad de la clase que más feliz puede llevar á sus labios, un alimento bastante nutritivo para vivir, la miseria ¡Oh! ella corroe el corazón más sólido en principios morales, ella lleva su maléfica influencia hacia ese pueblo humilde y grande que para ser bueno sólo pide pan, pan y trabajo para subsistir con su producto, pero á veces cuando éste falta, el hombre pierde la paciencia y se pierde, porque vé cerca de él, la miseria en su más espantosa deformidad.Con esos argumentos el abogado defensor solicitó el indulto de su defendido quien previamente había estado preso por el robo de unos elotes pero el prefecto político argumentó que el reo no podía "alegar en defensa la pobreza y la miseria puesto que pudo haberle pedido a Clemente Bustamante las tortillas que llevaba ó al menos una parte para acallar la hambre de que estaba preciso". Por tal motivo la condena fue ratificada. Estos son sólo algunos ejemplos que confirman nuestro planteamiento inicial, en el sentido de asociar la delincuencia del orden común con las luchas sociales de los indígenas en defensa de la tierra y la estrecha relación existente entre la pobreza y los delitos cometidos en contra de la propiedad. Ilustran, también, nuestro planteamiento de que la mayoría de los casos en los que se aplicó la pena de muerte en Querétaro durante la primera década del régimen porfirista fue a campesinos e indígenas pobres. Así, la pax porfiriana paz que por cierto nunca enraizó de manera profunda en el medio rural queretano convirtió en "extranjeros en su propia tierra" a los luchadores sociales y a sus representados. Notas 1 De catorce presos existentes en la villa de Tolimán en marzo de 1877, seis habían recibido la sentencia a última pena por el delito de robo y asalto. AHQ, 3ª. secc., 1877, exp. 81, de la Cámara de Diputados al gobernador del estado, Querétaro, mayo 7 de 1877 y 3ª. secc., 1878, exp. 10, declaración de reos en la prefectura de Tolimán, Tolimán, octubre 23 de 1876. 2 AHQ, 3ª. secc., 1877, exp. 68, de Antonio Gayón al prefecto político del Centro, Querétaro, abril 6 de 1877. El expediente no especifica si fueron o no pasados por las armas, aunque por la respuesta del Ejecutivo es de suponerse que así fue. |