DOMINGO Ť 22 Ť JULIO Ť 2001

Ť Fundado hace cuatro años, el albergue yucateco les ofrece una vida digna

Segregados socialmente, seropositivos hallan cobijo en Oasis de San Juan

Ť Se sostiene con apoyos de empresas privadas; viven allí 17 enfermos y 21 acuden a tratamiento

LUIS A. BOFFIL GOMEZ CORRESPONSAL

Merida, Yuc., 21 de julio. Antes de que el albergue Oasis de San Juan de Dios los rescatara y les ofreciera una vida digna, al menos para pasar sus últimos días, el "castigo" para varios seres humanos que se contagiaron con el virus de inmunodeficiencia humana (VIH) fue el abandono, ser considerados por sus familiares como "apestados" y hasta hubo casos en que fueron confinados en chiqueros y gallineros.

Martha, Francisco y Marisol, una pequeña de 10 meses de edad, son ejemplo de la desorientación, desinformación e ignorancia que rodean el tema del sida.

Martita, como se le conoce en el albergue, tiene menos de una semana de recibir tratamiento, está en los puros huesos, no sabe leer ni escribir, está casi sorda y virtualmente muda pero, entre sus desgracias, "ahí la lleva, poco a poco se recupera", comentan sus compañeros, su única "familia".

El drama de Martita es patético. Al conocer que estaba enferma, su hermana la sacó de su casa. La madre se opuso, pero le advirtieron: "O ella, o tú". La mujer, de extracción indígena, vendedora ambulante, se dirigió con su hija a Mérida desde su natal Dzidzantún, 85 kilómetros al oriente de esta capital.

Llegaron hasta el hospital O'Horán, que depende de los presupuestos federal y estatal, y en donde, irónicamente, se han reportado casos de negligencia médica sobre el tratamiento de enfermos con sida. Allí le negaron hospitalización.

Sin saber qué hacer, la humilde mujer pensó en dejar abandonada a la joven. Alguien se compadeció y le comunicó del albergue Oasis de San Juan de Dios.

Martha fue rescatada en pésimo estado, el padecimiento le había derivado en daño neuropático, pero recibió tratamiento inmediato y, sobre todo, cariño y comprensión, algo que no tuvo de sus familiares.

Su familia esperaba que muriera y entonces quemarla

Carlos Méndez Benavides, director del albergue y defensor de derechos humanos de infectados con el VIH, narra que parte de la familia de Martha esperaba que ésta falleciera para "quemarla". No la querían enterrar.

La ignorancia de su familia les hacía pensar que si la enterraban, al poco tiempo los animales domésticos que deambulan por los cementerios tratarían de comer los gusanos, gallinas y cerdos podrían infectarse y, por consiguiente, contagiar a las personas con su carne, dice.

En el albergue hay decenas de casos. Hace algunas semanas, Marisol, una pequeñita de 10 meses, fue abandonada en el O'Horán por sus padres. En dicho hospital sólo saben que su madre presuntamente se llama Marisol. También está enferma de sida. Es alimentada a través de una sonda. Tiene algunas llagas en el cuerpo. Tal vez pueda sobrevivir algunos meses.

Por los pasillos del alberguemer072101 deambula Francisco, oriundo de Campeche. Su historia no es distinta. También fue arrumbado, despreciado y tirado a morir. Pasó varias semanas en un hospital de ese estado. Su hermano lo dejó allí y jamás regresó.

Francisco estuvo al borde de la muerte. El padecimiento le dejó secuelas sicomotrices. Perdió la visión en el ojo derecho y ese mismo lado de su cuerpo está paralizado. Apenas camina con la ayuda de un bastón. Balbucea algunas palabras pero sí entiende. Ríe y le gusta bailar. Méndez explica que ya se comunicaron con sus familiares y confía en que después de algunos meses pueda retornar a Campeche en un mejor estado físico y mental. Al parecer su familia está arrepentida por la forma en que lo trató.

Carlitos, otro caso

El caso de Carlos tiene tintes de inhumanidad. Con el padecimiento ya muy avanzado, recibió un trato patético. Fue abandonado, arrinconado en un chiquero. Sus únicos compañeros: una piara de cerdos. Apenas recibía agua y alimentos. Su condición física era crítica. Cuando llegó al Oasis de San Juan de Dios era un guiñapo. Poco se pudo hacer. Tuberculoso, resistió poco tiempo. Sus últimos días los pasó con dignidad, algo que nunca encontró con los suyos.

También Lupita, de nueve años de edad, oriunda de la población de Tecoh, estuvo confinada en un gallinero, amarrada como un animal rabioso, sin agua ni alimentos. Cuando Méndez Benavides y sus compañeros llegaron al rescate, la pequeña padecía tuberculosis. Murió al poco tiempo de ingresar al albergue. Y así hay decenas de casos por demás dramáticos.

Olga Pech, de 27 años y con una niña de dos -quien está sana-, fue infectada por su pareja de unión libre. Hace siete meses supo que tenía el VIH. Su padre, alcohólico, la despreció y la sacó de su casa. Acompañada de su madre, Olga recibió cobijo en el albergue. Llegó a pesar 33 kilogramos al tener una anemia avanzada. Sus amigos, "mi nueva familia", le dieron un aliciente.

"Mi vida tiene ya un nuevo sentido, quiero vivir para mi pequeña y, con el tiempo, trabajar, apoyar a mi madre, quien ahora se ocupa de la niña", señala sonriente.

Más reconfortada, con el respaldo de Méndez Benavides (a quien califica como un padre) y demás amigos, Olga cumple sus funciones en el Oasis. Ayuda en labores domésticas y prácticamente es el brazo derecho del director del albergue.

"Es una bendición, día a día, estar viva, despertar y saber que puedes tener 24 horas más de existencia", dice convencida.

Un poco de historia

Ubicado en el municipio de Conkal, a escasos kilómetros de Mérida, el albergue es una "bendición" para los enfermos de sida en Yucatán y hasta para los contagiados de otras partes del sureste.

La Jornada efectuó un recorrido por el sitio a raíz de las declaraciones del titular provisional de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Yucatán (CDHEY), Omar Ancona Capetillo, quien pidió confinar a los enfermos y "tirarles a matar" en caso de que rebasaran la línea de seguridad. Carlos Méndez Benavides, su director, explica que el albergue tiene casi cuatro años de fundado y se mantiene a base de donativos y apoyos de empresas privadas. Actualmente 17 personas viven allí y otras 21 acuden, de manera periódica, para recibir tratamiento.

Oasis dispone de cinco habitaciones, dos baños colectivos, cocina, capilla, una pequeña oficina y un dispensario con cientos de medicinas, además de amplios terrenos donde los enfermos cumplen tareas de distracción. El sacerdote Raúl Lugo Rodríguez, del grupo de derechos humanos Indignación, oficia misas periódicamente. Incluso allí vive un matrimonio que recibe tratamiento.

Y a pesar de los sinsabores, y en ocasiones desprecios, el albergue ha podido recuperar a 40 pacientes, aunque también han fallecido 127, "todos por alcanzar estados críticos insalvables", aclara Méndez.

A pesar de todo, el director del albergue afirma que "se hace hasta lo imposible para ayudar a los enfermos, la comunidad de Conkal nos apoya y es benévola, no nos desprecia".

"Lo único que hacemos es brindar solidaridad y tratar de que las personas convivan con su enfermedad. De los demás, sólo Dios dirá", concluye.