DOMINGO Ť 22 Ť JULIO Ť 2001

Ť Angeles González Gamio

La leyenda de la aduana de Santo Domingo

Uno de los edificios más imponentes de la majestuosa plaza de Santo Domingo es el que alojó a la Aduana Mayor de México. Dicha institución se estableció en la Nueva España en 1574, durante el reinado de Felipe II, con el fin de aplicar un impuesto a las operaciones de compra-venta, debido a los crecientes gastos militares de la Corona. La primera sede se ubicó en la calle que ahora se llama 5 de Febrero, y en el siglo XVII se trasladó a la plaza de Santo Domingo, a unas casas alquiladas, en tanto construían su propio edificio a unos pasos; éste se inició, pero se detuvo en varias ocasiones por razones presupuestales.

Alrededor de 1730 el virrey don Juan de Acuña designó prior del consulado al opulento caballero don Juan Gutiérrez Rubín de Celis, cargo al que prestó poca atención, ya que sus preocupaciones estaban en la vida social. Era famoso por las joyas que lucía, tanto en sus vestiduras como en cadenas, anillos, collares, alfileres sobre el encaje de la corbata, broches en el sombrero y demás brillantes preseas. Se contaba que en la toma de posesión del virrey, solamente las perlas que adornaban la casaca representaban la suma de 30 mil pesos, una fortuna en ese entonces. Esa vida de lujo y molicie tenía como efecto que el personaje fuera descuidado y apático para todo lo que se le encomendara.

Pero un buen día conoció en uno de los ágapes a los que cotidianamente asistía, a la hermosa joven doña Sara García Somera y Acuña, de la que quedó tan fascinado que al poco tiempo le propuso matrimonio. La damisela, que además de bella era inteligente, se dio cuenta que la vida de ocio del galán no garantizaba un futuro feliz; tras múltiples ruegos y promesas, finalmente aceptó casarse, si don Juan terminaba el edificio de la Aduana en seis meses.

La obra parecía imposible, pero la pasión amorosa del pretendiente -y su gran fortuna- lo llevaron a arrendar decenas de negros que trabajaban de día y de noche alumbrados con teas encendidas; contrató a todos los canteros, herreros y carpinteros que existían en la ciudad y él personalmente dirigió la construcción, que ningún arquitecto aceptó realizar, por la premura del tiempo. Sin más descanso que unas horas para dormir, el otrora holgazán millonario logró concluir la obra tres días antes de expirar el plazo fijado por la dueña de sus amores. Después de un buen baño se vistió de gala y en su mejor carruaje se dirigió a casa de doña Sara e hizo entrega de las llaves, colocadas en un cojín de terciopelo; ella, muy bien impresionada, cumplió su palabra y en agosto de ese mismo año de 1734 contrajeron matrimonio.

Hay muchos datos históricos que apoyan la leyenda, como la inscripción acróstica labrada en un arco, que dice: "Siendo Prior del Consulado don Juan Gutiérrez Rubín de Celis, Caballero de la Orden de Santiago, y Cónsules don Gaspar de Alvarado, de la misma Orden, y don Lucas Serafín Chacón, se acabó la fábrica de esta Aduana, a 28 de junio de 1731", y el hecho de que se desconoce el nombre del arquitecto que lo pudiera haber edificado, cosa extraña en construcciones de esa importancia.

Pero verdadera o no la historia, lo cierto es que la antigua aduana es un palacio magnífico, con tres cuerpos, revestido de tezontle, enmarcamientos de cantera, un enorme rodapié de recinto negro y rematado con almenas. Las portadas de vano adintelado cubren la altura de los dos primeros cuerpos y se resuelven en el tercero por medio de un balcón central flanqueado por pilastras.

Los vastos patios interiores se unen por una monumental escalera cuyos muros laterales y plafón fueron pintados por David Alfaro Siqueiros en 1946, con el mural Patricios y patricidas. Actualmente aloja dependencias de la Secretaría de Educación Pública y está unido al edificio principal de la institución, que fue el convento de la Encarnación, con sus muros pintados por Diego Rivera, Jean Charlot y Fermín Revueltas, entre otros, por lo que constituye una gran galería de arte que incluye la arquitectura de ambas construcciones.

En la misma plaza se encuentra una de las cantinas de más tradición de la antigua ciudad de México: el salón Madrid, con su decoración de maderas y azulejos; tiene muy buena botana y trae a la mente la época en que era refugio predilecto de los jóvenes que estudiaban en la Escuela de Medicina, situada en el que fue el palacio de la Inquisición. Aún se conservan placas que colocaron distintas generaciones, que la llamaban "La Policlínica".