viernes Ť 20 Ť julio Ť 2001
Horacio Labastida
Mario de la Cueva
En solemnísimo acto, celebrado el 11 de julio en la Coordinación de Humanidades, Ciudad Universitaria, presidido por el rector Juan Ramón de la Fuente junto con los ex rectores Octavio Rivero, José Sarukhán, Pablo González Casanova y Guillermo Soberón, el también ex rector Jorge Carpizo fue trazando magistralmente la egregia figura del maestro Mario de la Cueva. Con sobrada razón, el orador mostró las altas calidades de quien ejemplificó cómo es posible armonizar el saber y la ética. La muerte de Mario de la Cueva, anotó Carpizo, "le otorgó la inmortalidad... Su pensamiento y ejemplo están vivos, fuertes, inquietos y vigorosos, contendiendo como siempre por las causas en las que creyó y por las cuales peleó. Mario de la Cueva representa una escala de valores en una existencia humana al servicio de su país y de su universidad, una idea moral que cada día se encuentra más joven y dispuesta a nuevos combates". Y esto es rigurosamente exacto.
Fue en París, hacia 1958, cuando conversé largamente con Mario de la Cueva. Alojados sin saberlo mutuamente en el viejo Grand Hotel del Barrio Latino, muy cerca de la Plaza de la Sorbona, iniciamos fecundas conversaciones sobre los graves problemas que aquejaban al hombre y la justicia en esos días del frío marzo europeo. Jean-Paul Sartre (1905-1980) lanzó sus célebres manifiestos censurados al gobierno por la crueldad y comportamiento salvaje de los parachutistes del ejército contra la independencia argelina. Ni el más mínimo escrúpulo detenía a esos militares en su propósito de arrasar a las masas que en Orán batallaban contra su opresión; y era obvio en París, todos lo sentíamos así, que el autor de El ser y la nada (1943) simbolizaba en medio de aquellos trágicos momentos a la mayor civilización del hombre y su negación de la barbarie. Como las autoridades prohibieron la publicación de las censuras de Sartre, los alumnos de la Sorbona las imprimieron y repartieron profusamente al pueblo, y para vergüenza de la patria de quienes organizaron la iluminada Comuna de París (1871), fui testigo de cómo una bestial policía se lanzó contra los estudiantes, golpeándolos sin piedad alguna, y vi cómo caían mujeres y varones rápidamente ocultados en vehículos ad hoc, para esconder crímenes que herían a las familias y los particulares. Recuerdo la emoción de Mario de la Cueva al hacerme de un ejemplar del manifiesto de Sartre, y el fuego con que destacaba las palabras del filósofo exaltadoras tanto del derecho a la liberación argelina cuanto la condena a un gobierno que merecía el desprecio social.
Esto se me vino a la conciencia en la conmemoración del centenario de su nacimiento, al instante en que Carpizo destacó la ejemplar conducta de Mario de la Cueva en los acontecimientos de 1937 y 1938. Las compañías petroleras pretendieron eludir el laudo de los tribunales del trabajo, favorable a los obreros huelguistas, con un juicio de amparo; y fue precisamente De la Cueva el encargado de redactar el proyecto de sentencia que aprobó la Suprema Corte denegando los agravios de los quejosos y ratificando el mencionado laudo. Al rechazar esas compañías acatar los mandamientos jurisdiccionales, el presidente Lázaro Cárdenas decretó la expropiación de los hidrocarburos concedidos. Es indudable que en la grandeza de aquel 18 de marzo de 1938 se halla también la grandeza moral del maestro De la Cueva, explicitada nuevamente al convertirse en "el alma y el corazón" de la Ley Federal del Trabajo de 1970, así como "redactor de la Declaración Panamericana de los Derechos de los Trabajadores de la Carta de Bogotá de 1948", y por igual en otro acontecimiento trascendental: en 1968, al lado del rector Javier Barros Sierra, Mario de la Cueva marchó por las calles para protestar contra la violenta intervención castrense de Ciudad Universitaria, ordenada por Gustavo Díaz Ordaz.
Además de su cátedra universitaria, De la Cueva tenía otras dos, la sala de su casa, donde reunía amigos para hablar de los problemas nacionales, y el restaurante alemán Bavaria, lugar en que charlaba con invitados. Poco después de publicada la Idea del Estado, me encontré en la mesa del Maestro; quería saber mi opinión sobre el libro y yo se la di con una pregunta: Ƒpor qué no, mejor, un libro sobre la idea del Estado mexicano? Me miró fijamente y enseguida contestó: la observación es de primera, pero Ƒdónde están sistematizados los elementos para llevar adelante tal estudio? Lo reto, agregó, a echarse conmigo la tarea de rescatar esos materiales y escribir al alimón un texto que titularíamos Idea del Estado Mexicano. Transcurrió el tiempo; desafortunadamente Mario de la Cueva murió en 1981 y ahora, años después, tengo la satisfacción de haber recobrado los debates legislativos entre 1824 y los finales del siglo pasado, pues estoy seguro de que si hubiera existido la posibilidad de entregarle las microfichas, el Maestro habría reflejado en su mirada la alegría que es propia de los sabios comprometidos con el descubrimiento de la verdad.