JUEVES Ť 19 Ť JULIO Ť 2001
Olga Harmony
ƑQué sigue?
Amediados del siglo pasado, un tenue hilillo de servicio recorría a quienes nos gobernaban. A pesar de excesos y desmanes, los presidentes construían obras en beneficio de todos nosotros, a lo mejor con la soberbia intención de dejar huella en la historia, en los caminos de la República o en edificios públicos. Así, se debe a un represor de los trabajadores como fue el presidente Adolfo López Mateos que en su sexenio -y a instancias del licenciado Benito Coquet, director general del IMSS- se entendiera que la seguridad social comprendía, amén de servicios médicos y pensiones, el disfrute de la cultura. México lo ostentó con orgullo ante el mundo entero al construir los edificios teatrales que a lo largo del país lograron llevar espectáculos de primer orden a un público poco acostumbrado a ellos. Por supuesto, los teatros del IMSS son un patrimonio de los trabajadores, aquellos de entonces y los que ahora laboran y dan sus cuotas y las de sus patrones. No son un bien enajenable porque sus dueños son algo tan poco asible como los derechohabientes.
Pasó mucho tiempo y ocurrieron en tanto muchas cosas. En la actualidad -y me salto todo aquello para no hacer el cuento muy largo- los teatros se otorgan en comodato, algunos en alquiler a los teatristas del país, con mejor o peor fortuna en su asignación, pero siempre con la idea de fomentar al arte teatral. Para su mantenimiento y para apoyos a los teatristas que los obtienen previo concurso, existe un fideicomiso que todavía está a nombre del Teatro de la Nación, aquella entidad creada por Margarita López Portillo durante la presidencia de su hermano. Parece ser que es una sustanciosa cantidad de dinero fideicomitido con una finalidad muy clara: apoyo al teatro.
En estos tiempos de libre mercado, y con la seguridad social cada vez más privatizada, o por lo menos en vías de serlo casi totalmente, suenan los timbres de alarma respecto de los edificios del IMSS. Ya su titular ha declarado que a ese instituto, antaño al servicio de los trabajadores, le hacen más falta cajones de estacionamiento que teatros. La comunidad teatral está preocupada con toda razón y pienso que no tardará en manifestarse al respecto. ƑY los trabajadores, dueños de ese patrimonio?
No es la única preocupación en lo que concierne a nuestro teatro. Otto Minera, coordinador de este renglón en el INBA, declara que desaparecerá la Compañía Nacional de Teatro creada por decreto presidencial. Es un membrete desde hace mucho y lo sabemos. Pero un membrete que es símbolo de una aspiración a presentar logros artísticos de muy buen nivel. Que no siempre se han alcanzado, también es cierto, aunque la aspiración existía. El generoso hombre de teatro que es Minera afirma, ante las críticas de que algún escenario importante se otorgue a directores primerizos, que está abierto a los jóvenes con o sin trayectoria. No es un problema generacional como lo han querido ver algunos, lejos de ello. Muchos que apoyamos y seguimos las carreras de teatristas desde su inicio entendemos que el INBA no es un espacio como La Gruta o lo que en su momento fue el Santa Catarina: un lugar donde los incipientes teatristas se pudieran foguear e iniciar trayectorias.
En tiempos de la oferta y la demanda, la jerarquización por parte del Estado es muy importante. Ante la grave crisis que sufre el país, los primeros recortes serán, sin duda, a los apoyos al arte, si es que no están ocurriendo. Lo primordial no es que Bellas Artes apoye a los principiantes -que merecen un espacio propio- sin conocer sus capacidades, un poco como a ver qué sale. Y si desaparece la Compañía Nacional, así no sea más que un membrete, un símbolo de que nos están ofreciendo el mejor teatro no comercial que puede subir a un escenario, así sea con presupuestos reducidos, no sabemos qué puede ocurrir. Reducirlo a la pugna generacional, a los buenos jóvenes y los viejos malosos, es subirnos a un ring que nadie puede desear.