JUEVES Ť 19 Ť JULIO Ť 2001

Angel Guerra Cabrera

ƑQué pasa en Argelia?

Argelia es la potencia predominante en el Magreb; sus ricos yacimientos de petróleo y gas suministran 18 por ciento del consumo europeo. Ello la hace objeto de rivalidades entre Eu-ropa y Estados Unidos por disputarse su control y que aquéllos traten de tirar las cuerdas tras los protagonistas del conflicto que la desgarra, trátese del gobierno o de la oposición.

El país norafricano conquistó la independencia en 1962 tras una larga guerra de liberación contra el yugo francés que levantó grandes simpatías en el mundo y ganó un enorme prestigio en Africa. Entre sus líderes estaba Franz Fanon, destacado teórico del Tercer Mundo, que no llegó a ver el triunfo.

Argelia era en los 70 un país soberano con una política exterior progresista. Los hidrocarburos nacionalizados inyectaban importantes recursos al presupuesto del Estado. El pueblo argelino se veía esperanzado, pero ya se apreciaba una incomprensión en sus dirigentes de la necesidad de que un movimiento revolucionario triunfante en un país atrasado y emergente del colonialismo movilizara el grueso de sus recursos al desarrollo social. No hacerlo podría enajenarle a la larga el apoyo de los más desfavorecidos, su sostén principal desde la lucha independentista.

A esa falta de visión estratégica se unía la corrupción -aparecida tempranamente en funcionarios y jefes de regiones militares- y una casi nula participación popular. El ejército, salido de la guerrilla, tuvo un papel político muy protagónico después del triunfo, hipertrofiado por la debilidad ideológica del Frente de Liberación Na-cional y por los intereses económicos y de clanes que ya comenzaban a formarse en torno a los jefes castrenses.

El ala más radical, encabezada por el entonces presidente Boumedienne, intentó corregir estas deformaciones y mediante un plebiscito proclamó una Constitución que se proponía el socialismo como meta. Pero a la muerte del líder siguió un fortalecimiento de las posiciones derechistas y pro occidentales, y el objetivo socialista se fue quedando en la retórica.

En los 80 aquel paradigma había sido erosionado por la ausencia de realizaciones que beneficiaran a las capas populares, a lo que se sumó la debacle soviética. Vino un alza del fervor religioso islámico entre grandes sectores defraudados, especialmente entre los jóvenes, que hoy al-canzan 60 por ciento de la población.

El régimen debió encarar el surgimiento de una pujante oposición musulmana que en 1991 logró ganar las elecciones legislativas, a lo que el ejército respondió con un golpe de Estado y la ilegalización del Frente de Salvación Islámica. Los altivos argelinos siempre han rechazado la subordinación a Occidente; era natural que en la desventura muchos se refugiaran en el Islam, que constituye el núcleo de su cultura nacional.

El desconocimiento de la voluntad po-pular por los militares y la aceptación de éstos de las políticas de ajuste económico auspiciadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial -con terribles efectos sociales- prendieron la me-cha de la violencia. Entre 1992 y 1998 Argelia se vio precipitada en un torbellino de masacres fratricidas.

La llegada en 1999 de Abdelaziz Bouteflika a la presidencia, combatiente de la guerra de liberación y canciller en los años 70, hizo renacer las expectativas de muchos. Los propios líderes del Frente de Salvación Islámica en el exilio consideraron su elección como el comienzo de una solución al conflicto. Bouteflika dispuso una amnistía limitada para los insurgentes, logró la deposición de las armas de uno de los grupos clandestinos y la violencia retrocedió.

Sin embargo, la violencia ha resurgido, aunque no llegue a los extremos anteriores, y crece una ola de luchas sociales en todo el país que ha sido duramente reprimida. La región de la Cabilia, sede de los indómitos bereberes, une a las demandas sociales la del reconocimiento de su lengua y cultura y se ha convertido en bastión de las protestas a escala nacional.

El Estado argelino surgido de la revolución ha perdido la legitimidad ante el pueblo. Pero una salida pacífica y sin injerencia extranjera al diferendo actual está en el mejor interés de todos los patriotas, islámicos o no. Ella debe pasar necesariamente no sólo por el reconocimiento de la oposición islámica, sino de las nuevas corrientes surgidas de la lucha social y por un amplio diálogo nacional que dé un nuevo rumbo al país. Sería trágico que los militares no se rindan a la evidencia.

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