JUEVES Ť 19 Ť JULIO Ť 2001
Orlando Delgado
La reunión del Grupo de los Ocho
Este fin de semana, se reunirán en Génova los ministros del grupo de los países más industrializados del mundo, que recientemente aceptaron la participación de Rusia. Los representantes de esos gobiernos (Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Francia, Japón, Italia y Canadá) durante años han discutido asuntos que le conciernen a todos los países del mundo, sin considerar la opinión de los ausentes y sin importarles la situación de millones de personas que viven en condiciones de pobreza extrema.
Gracias a la participación ruidosa de los globalifóbicos, las reuniones de los países ricos tienen que considerar expresamente temas y opiniones de representantes de gobiernos pobres y aprobar algunas medidas que alivien los peores síntomas del proceso de globalización que se ha vivido. En esta ocasión, el presidente italiano se reunirá con representantes de Malí, Argelia, Sudáfrica, Bangladesh, El Salvador, así como con Kofi Annan, representantes del Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio y de la Salud; en esta reunión paralela, se planteará la creación e instrumentación del fondo especial para la salud y la alimentación que financiará el Grupo de los Ocho (G-8).
El telón de fondo de la reunión, que se desarrollará en un barco para evitar que las manifestaciones opositoras la impidan, será la desaceleración que vive la economía mundial. Los grandes países están enfrentando un decaimiento notable, que se ha extendido al resto del mundo: en Estados Unidos la recesión ha resultado mayor y más prolongada que la esperada; en Japón la economía se encuentra en condiciones que hacen prever un crecimiento del producto cercano a cero; los países europeos han reducido sus expectativas de crecimiento a niveles de 2 por ciento, al tiempo que enfrentan presiones inflacionarias y un fuerte incremento en el desempleo; Canadá, pese a haber sido duramente afectada por el desempeño de la economía estadunidense, tendrá un crecimiento cercano a 3 por ciento.
Los bancos centrales de estos países han actuado de manera diferente para evitar que se extienda en el tiempo la desaceleración y para tratar de atemperarla. Son conocidas las decisiones de la Reserva Federal de Estados Unidos que han reducido las tasas hasta niveles de 3.25 por ciento y que pudieran continuar, si la economía se mantiene en recesión; el Banco Central Europeo ha actuado pensando más en la inflación que en el crecimiento; las tasas están en 4.5 por ciento buscando que los precios no superen la meta de 2 por ciento de incremento, lo que parece difícil; en Japón la tasa de interés ha caído a 0.25 por ciento, lo que no ha impedido que el crecimiento se haya reducido significativamente.
Los problemas de la economía mundial, ciertamente, no se limitan a la desaceleración de las grandes economías: el comercio mundial enfrenta dificultades sustantivas, derivadas de que la política de liberalizar los mercados no ha sido aplicada en los países grandes; como señala Joseph Stiglitz: "se predica el libre comercio como el evangelio en todas partes, pero parece que los países ricos no hacen caso de su propio mensaje; sus mercados permanecen cerrados a muchos de los productos de los países en desarrollo; subsidian a sus agriculturas en forma masiva, lo que hace imposible que los países en desarrollo puedan competir. El mensaje del G-7 parece ser: 'hagan lo que decimos, no lo que hacemos' " (El País, 15/07/2001, p. 9).
Por eso, las manifestaciones de protesta han crecido y resultan cada vez más importantes; frente al doble lenguaje de los países ricos y de los organismos financieros internacionales, que aceptan escuchar a los opositores, pero siguen haciendo lo mismo, la respuesta tiene que ser la formulación de una política alternativa que reconozca el papel del comercio y de los flujos internacionales de capital, planteándole contribuciones que ayuden a combatir los efectos perniciosos de la globalidad y que muestren lo que se gana con las operaciones financieras.
Uno de los instrumentos que mejor sirve para estos propósitos es el Impuesto Tobin que plantea gravar con 0.05 por ciento las transacciones en el mercado de cambios, esto es, en la compra-venta de dólares o de cualquier moneda extranjera; los recursos que se obtendrían se emplearían para los fines sociales y de desarrollo que cada país decidiese, al tiempo que mostraría los recursos que se operan y los rendimientos que generan, lo que resulta, como dice José Bové, muy pedagógico.