jueves Ť 19 Ť julio Ť 2001
Soledad Loaeza
Dos oposiciones en busca de línea
Mucho se le ha reprochado al Partido Acción Nacional que hasta ahora no haya encontrado su asiento como organización en el poder. Sin embargo, el PAN no es el único que perdió la brújula después del primero de diciembre del 2000. Los resultados de la elección de julio también dejaron en el desconcierto al PRI y al PRD, que en los últimos ocho meses se han comportado como sordos en un cuarto oscuro. La incapacidad de estas organizaciones para asumir el papel que los electores les asignaron como oposición responsable es una mala noticia para todos. Es un error creer que los problemas de priístas y de perredistas son asunto sólo de ellos, porque el futuro de todo el cambio político no depende únicamente de un buen gobierno, sino que también requiere de oposiciones fuertes y responsables.
Durante décadas el PRI sostuvo que la oposición partidista era innecesaria, entre otras razones porque era fuente de conflicto y un obstáculo para la eficacia gubernamental. Este principio axiomático del priísmo clásico era ampliamente compartido por otros actores políticos: empresarios y jerarquía eclesiástica que denunciaban a las oposiciones por divisivas, y, por consiguiente, indeseables. Esta idea se vino abajo con el mito de la infalibilidad presidencial en 1982. La legitimidad de la oposición partidista fue uno de los motores más dinámicos de la democratización, así como del crecimiento del PAN y del surgimiento del PRD.
Como principio general puede afirmarse que la oposición es uno de los pilares de los gobiernos democráticos; sin embargo, si alguno necesita a las oposiciones casi desesperadamente es el foxista. Es urgente que el PRI y el PRD asuman ese papel porque son el único contrapeso real a la tentación presidencialista, y también son los únicos actores políticos que pueden ayudar al gobierno a gobernar. Los medios, los opinadores, las organizaciones no gubernamentales, el CGH, ni siquiera el EZLN son oposición suficiente: no son representativos de los gobernados ni responsables ante nadie, como lo demuestran todos los días. Simplemente expresan intereses particulares y su eficacia está comprometida por los medios que les son propios, que no siempre son los más democráticos. En cambio, los partidos de oposición, grandes y pequeños, tienen representatividad y responsabilidades bien definidas por la ley y avaladas por los ciudadanos.
En su famosa impaciencia por lograr el cambio, el presidente Fox ha tomado decisiones pasando por encima de leyes, normas y aspectos del denso entramado institucional que se desarrolló durante el siglo XX como parte de la modernización del país. Han sido las oposiciones las que han obligado a Vicente Fox a dar marcha atrás en medidas que nos remitían a un presidencialismo superado hace casi 20 años. Al hacerlo han reivindicado el papel del Poder Legislativo, han puesto su sello sobre el cambio, como lo hizo Acción Nacional en los años noventa, y con ello algunos de los foxistas en el poder han empezado a familiarizarse con la estructura de gobierno que puede imprimirle coherencia a sus acciones. Las oposiciones pueden contribuir al buen gobierno orientando a estrategas presidenciales que tienen poca experiencia administrativa y mucha ambición política, limitando los excesos verbales, poniendo fin a la feria de promesas, pero sobre todo pueden ayudar a disminuir la frustración que en más de un caso ha expresado el propio presidente Fox ante sus dificultades para gobernar el país como a él le gustaría. Las oposiciones podrían imponerle sobriedad a la experiencia democrática mexicana.
Sin embargo, para que el PRI y el PRD sean oposiciones a la altura de las circunstancias tendrían que hablar con la autoridad que se deriva de ser una alternativa real de gobierno. Tendrían que superar el angst de la derrota, escapar a los impulsos suicidas del divisionismo interno y al riesgo de la irrelevancia que acecha a toda fuerza política obsesionada consigo misma.
Para la experiencia democrática mexicana nada más peregrino que la propuesta de un pacto entre los partidos. Es muy claro que las corrientes perredistas que la impulsan están tratando de compensar su debilidad electoral, la derrota de julio del 2000, mediante algún tipo de acuerdo con el PAN; quieren acceder al poder por la puerta falsa de un arreglo cuyo costo sería muy alto para la construcción de un sistema político distinto, porque están postergando el afianzamiento de la oposición partidista. No sería ésta la primera vez que la izquierda pactara con el partido en el poder. Esta tradición fue inaugurada por Lombardo Toledano en los años cuarenta del siglo pasado; Luis Echeverría supo remozarla 30 años después; posteriormente otros más han sabido reanimarla de diferente manera. Ahora, la simple intuición de ese recuerdo le resta credibilidad a la propuesta. El PAN, por su parte, debería mirarse en el espejo del PRI para recordar que nada es más destructivo para un gobierno que la ausencia de una oposición efectiva.