MIERCOLES Ť 18 Ť JULIO Ť 2001

Javier Wimer

La justicia de la OTAN

La noticia de la entrega de Milosevic al Tribunal Penal Internacional ha sido recibida con beneplácito debido a su mala fama, a sus culpas propias y a las variadas perversidades que le atribuye la prensa occidental. El caso no es, como se presenta, un esclarecido triunfo de la justicia sino apenas el tercer acto de una obra escrita y protagonizada por la Organización del Atlántico Norte (OTAN).

El argumento es simple y su desenlace previsible. A la vista de un tirano que aterrorizaba al pueblo de Kosovo, unos caballeros andantes deciden echarle montón y, para aislarlo, matan indiscriminadamente a sus parientes, amigos, enemigos y hasta a un grupo de chinos que andaba por ahí. Luego obligan al tirano a salir de su castillo, lo atrapan y lo llevan a un tribunal donde los mismos caballeros que anduvieron exterminando a sus antiguos súbditos lo juzgan y lo sentencian a cadena perpetua.

La escueta trama de este cuento de hadas ha merecido el favor del gran público y el favor de las elites bienpensantes. Sólo unas cuantas personalidades independientes, como el ex procurador estadunidense Ramsey Clark o Régis Debray, se opusieron a la intervención militar de la OTAN y a la verdad canónica de que había una limpieza étnica en Kosovo, pretexto para justificar los bombardeos que arrasaron el territorio yugoslavo y la cuenca del Danubio, que provocaron la guerra civil en Kosovo y Macedonia.

Sobre este fondo deben destacarse las principales piezas de la obra. La primera es el Tribunal Penal Internacional, cuyo origen y funcionamiento delata la flagrancia de su compromiso con el gobierno estadunidense. El propio Clark lo considera, con justa razón, una institución ilegítima que es financiada y dirigida por Washington.

Se trata, sin duda, de un tribunal altamente especializado en sus competencias jurisdiccionales, pues en teoría sólo se ocupa de los crímenes cometidos en las guerras yugoslavas, y en la práctica, sólo de los crímenes cometidos en las guerras yugoslavas por nacionales de esa región. Es un tribunal colonial y nadie imagina que pudiera aceptar una demanda contra los responsables de la intervención militar que destruyó a un país y que provocó dos guerras civiles.

La segunda pieza es la acusación en contra de Milosevic por los crímenes que cometieron el ejército, la policía y los paramilitares serbios en la ofensiva de 1999 "para eliminar sustancialmente a la población albanesa de Kosovo". Aquí se intenta configurar en el plano jurídico un delito que no necesita ser probado en el plano político, pues constituye el dogma central en que reposa la intervención de la OTAN: interrumpir un genocidio.

Los hechos son distintos. Antes de la primavera de 1999, Kosovo vivía una prolongada y grave crisis política. La pérdida de su autonomía constitucional había exaltado el nacionalismo de la mayoría albanesa y provocado la creación de una guerrilla que operaba en zonas rurales cercanas a la frontera con Albania. No había, sin embargo, ni limpieza étnica ni guerra civil como lo hubieran podido atestiguar, de haber convenido a intereses superiores, los 3 mil observadores militares que envió la ONU a fines de 1998.

Las guerras de Croacia y Bosnia tuvieron un carácter étnico y nacional. Fueron guerras para apropiarse territorios, para definir fronteras, para excluir y aniquilar a los grupos rivales. En Kosovo existía un conflicto predominantemente político, una lucha por el poder entre una minoría de origen serbio que lo tenía y una mayoría de origen albanés que lo reclamaba en forma de una amplia autonomía o de la independencia. Coexistían dos gobiernos en el mismo espacio: uno impuesto por Belgrado, y otro más bien simbólico, pero ninguno planteaba la división de la provincia o la expulsión de los grupos étnicos representados en cada partido.

Así era la situación hasta que Estados Unidos y sus aliados decidieron bombardear Kosovo para derrocar al tirano y para imponer en Yugoslavia el modelo de la democracia globalizada. La guerra internacional hizo estallar la guerra civil y étnica.

La tercera pieza es la insólita manera en que se tramitó la extradición de Milosevic. Los diarios subrayaron que se habían ofrecido por su cabeza mil 200 millones de dólares, pero no se detuvieron en las sutilezas jurídicas del asunto.

Sorprende, si algo puede sorprender a estas alturas, que sea Serbia, una de las dos repúblicas que aún componen la federación yugoslava, y no Yugoslavia misma, el Estado reconocido por la comunidad internacional, quien haya realizado este operativo. Los tratados de extradición suelen suscribirse entre Estados o grupos de Estados soberanos, pero no dudo que este formalismo insignificante haya sido resuelto por la sabiduría e ingenio de los juristas de Belgrado y de La Haya.

Soy partidario de que los criminales paguen por sus culpas y no se refugien detrás de las fronteras nacionales. Pero no soy partidario de la justicia de la OTAN, de tribunales que se instituyen y actúan selectivamente, de jueces que hacen carrera por sus fervores calvinistas, como la inefable Carla del Ponte, de instituciones, normas y procedimientos que son una burla del derecho.

Esperamos que algún día la luz de la razón y de la democracia ilumine los caminos del orden y del derecho internacional, que algún días las Naciones Unidas dejen de ser una extensión del Departamento de Estado y que algún día pueda disponer la justicia de instrumentos con la legitimidad, la legalidad y la eficacia necesarias para cumplir sus tareas globales.

Mientras llega este tiempo, debemos contentarnos con la versión far west de la política internacional, con el héroe y el villano mirándose a los ojos en el desafío final, con dictadores non gratos en las cárceles imperiales, mientras Bush padre, Bush hijo y Clinton espíritu santo andan tan campantes por el mundo.