Los derechos y los torcidos
Armando Bartra
Del Sur, y precisamente de los que fueron humillados por ser otros, nos viene la más fuerte reivindicación de la pluralidad, de la diversidad virtuosa. No es que los indios sean tolerantes por naturaleza, hay en sus comunidades expresiones vergonzosas de exclusión. Lo que pasa es que ellos han sido discriminados por su diferencia. Y sólo desde allí, desde la otredad despreciada y ofendida, se puede acceder a la pluralidad, se puede asumir la tolerancia, no como dádiva generosa del igual por antonomasia sino como conquista del distinto.
Si para combatir la inequidad hay que asumirse explotado,
para reivindicar la dignidad en la diferencia hay que hacerse indio (léase
negro, mujer, homosexual, minusválido...). Es por ello que el fundador
simbólico de nuestra identidad americana fue Alvar Núñez
Cabeza de Vaca. No porque haya decidido vivir y morir entre los indios,
que no lo decidió; no por que haya casado con india y engendrado
hijos mestizos, que no los engendró. Alvar nos funda, cuando después
de vagar por nueve años entre pimas, sioux, ópatas y apaches,
se descubre pálido y desnudo chichimeca ante los ojos --"tan atónitos"--
de los hombres blancos y barbados de Nuño de Guzmán. Cuando
el jerezano es visto por los cristianos como indio, y por un momento mira
a los altos jinetes con ojos despavoridos de chichimeca, ha nacido una
nueva identidad. Porque el único sincretismo americano habitable
es el que se construye desde la condición indígena. No porque
sean bonitos o sean feos, o por que sumen cuarenta millones, que podían
ser menos o más. Es que sólo desde la natal o adoptiva visión
de los vencidos podemos reconciliarnos con la conquista, perdonar el daño
que nos hicimos y hasta reconocer el arrojo de la espada y el fervor de
la cruz. No se puede fincar identidad soslayando el despojo; los vencedores
escriben la historia, pero son los derrotados quienes la siembran, la forjan,
la tejen y la curten; quienes la sudan, la lloran y la cantan.
Reivindicar la indianidad de América no es exaltar
lo autóctono sobre lo occidental, ni preferir la sangre de un orden
cruel al oro de un orden codicioso; no es tampoco vocación de derrota
o de martirio; es una inexcusable opción moral por los vencidos,
los resistentes, los constructores en la sombra. Y es en esta opción
moral donde han fallado xenófobos torpes e inteligencias preclaras;
es esta incapacidad para adherirse --para compadecer-- lo que transforma
en racistas tanto a los indiófobos corrientes como a muchos pensadores
sofisticados... y también a ciertos indianófilos epidérmicos,
cuya exaltación a ultranza de la pureza y perfección autóctona
oculta el desprecio por el indio feo realmente existente.
Cuando a los indios se les escatima la libertad de autogobernarse
alegando que sus usos y costumbres son bárbaros, en el fondo se
está cuestionando su derecho a la libertad, su condición
humana. El debate no es sobre qué tan virtuosas o viciosas son las
prácticas de tal o cual comunidad, sino acerca de su capacidad colectiva
para enmendarse, para reinventarse. ¿Deben los indios ser llevados
de la mano a la tal civilización o pueden emanciparse a su aire
y por su pie? Esa es la cuestión. Y por poco que nos metamos en
sus guaraches veremos que son capaces de hacerlo. Vaya si lo son. Pocas
prácticas y discursos han cambiado tanto y tan bien en los últimos
diez años, como los dizque inamovibles hábitos sociales y
mentales de los indios: de las formas de elección directa como vía
para perpetuar el cacicazgo a la designación por consenso democrático
y la rendición de cuentas de las autoridades; de la discriminación
extrema de la mujer a una participación femenina que ya quisieran
otros grupos sociales; y ante todo su pasmoso tránsito de la vergüenza
al orgullo, de ser una población dispersa y degradada, objeto de
asistencia pública y curiosidad científica, a constituirse
en sujeto social deliberante, proponedor, movilizado. Que aún son
excluyentes, sexistas, violentos, borrachos... ¡Claro que sí!
Como todo mundo. Y precisamente por eso necesitan la autonomía;
porque 500 años de heteronomía y saqueo los han llevado a
esta triste situación.
Empecemos por el racismo de los liberales decimonónicos. En el Congreso Extraordinario Constituyente de 1856-57 se debate la viabilidad del jurado popular, un derecho de base comunitaria --pues al jurado lo formaban los vecinos-- que puede tomarse como ejemplo de otros derechos consuetudinarios. Si cambiamos jurado por usos y costumbres, escucharemos un debate actual: "...en la generalidad del país no hay la ilustración necesaria, la moralidad bastante a sostener el jurado..." --dice Ignacio Vallarta--- "...por una población como la de la capital, ¡cuántas no están sumidas en la densísima ignorancia! ...Nuestro pueblo está en su infancia, infancia viciada por la serie no interrumpida de pronunciamientos...". Más claro, el diputado por el Estado de México, Mariano Arizcorreta, hace primero "...grandes elogios de la República Romana... [y luego]... por una rápida transición... se traslada a un pueblo de indios otomíes que viven en los montes, y pregunta si entre ellos es posible el jurado. Imposible se contesta, porque los indios otomíes van a juzgar a otros indios otomíes". Para fundar su oposición en hechos, cuenta "que actualmente se juzga a una mujer por hechicería, que en el Tribunal Superior del Estado de México existe una causa en la que aparece que un pueblo entero acordó enterrar a un brujo creyendo que sus hechizos habían causado la muerte de un hombre, que en otro pueblo de Oaxaca han sido quemados siete brujos ¿Es ésta la garantía que ofrecen los jurados? De estos hechos se infiere que el jurado es imposible en México porque el pueblo no está ilustrado".
Escuchemos ahora a Enrique Krauze y Pedro Viqueira, dos
brillantes historiadores contemporáneos que en el primer número
de la revista Letras Libres reflexionan prácticamente al
alimón sobre el costo de dejar en manos de las comunidades indígenas
la elección de su camino. "El historiador Juan Pedro Viqueira..."
--escribe Krauze-- "afirma que [el obispo] don Samuel Ruiz idealiza la
condición indígena... A Viqueira le preocupa la legitimación
política de esa idealización... En el caso de los indígenas
de Chiapas cuyos usos y costumbres son ajenos al concepto y la práctica
de la tolerancia, el resultado habitual ha sido la expulsión [caso
Chamula], el asesinato y el martirio. La atroz matanza de Acteal fue el
caso extremo de esa tendencia". En otro ensayo, el mentado Viqueira concluye:
"...introducir como método de elección de las autoridades
municipales los 'usos y costumbres'... podría agravar aun más
los problemas internos de los municipios... Los únicos beneficiarios
serían, sin duda, los caciques y prestamistas... los 'usos y costumbres'
pueden llegar a ser la mejor forma de mantener un orden férreo y
autoritario, legitimado en nombre de las 'auténticas tradiciones
mayas', en la gigantesca reserva de indígenas desempleados y alcoholizados
[el alcohol también es parte del 'costumbre'], que podría
llegar a implantarse..." Y al igual que Arrizcorreta, después de
la afirmación generalizadora, Krauze nos endosa el ejemplo contundente
que descalifica cualquier objeción. Camino a Bochil los dos historiadores
ven mujeres cargadas con "tercios" de leña: "Le comento a Viqueira"
--escribe Krauze-- "la teoría de algún antropólogo,
referida por don Samuel: los hombres van por delante de la mujer cargada
y los hijos, por el resabio instintivo de protegerlos de las fieras o culebras
que pudieran salirles al paso. Viqueira responde con escepticismo: 'Por
lo general los defensores van borrachos' ". La argumentación de
Krauze es astuta: primero se inventa un antagonista ["algún antropólogo"],
después se le refuta con ironía y apoyándose en el
decir de un experto, luego se extrapola el ejemplo ["por lo general...van
borrachos"]. El resultado es la descalificación de los antropólogos,
de Samuel Ruiz y de los indios proverbialmente alcoholizados.
En argumentaciones como éstas se sustenta la ideología
que en 1856 condujo al Constituyente a rechazar los jurados y en 2001 propició
que el Congreso suprimiera de la iniciativa de ley indígena los
derechos "excesivos" previamente negociados entre el gobierno federal y
los representantes de las comunidades. Ya lo dijo Francisco Zarco, compilador
y cronista de los debates de 1856-57: "¡Otra batalla perdida! ¡Otra
reforma frustrada! El juicio por jurados fracasó ayer en la Asamblea
Constituyente porque no es tiempo que nuestro pueblo goce de esta garantía.
Tal vez lo sea cuando todos los ciudadanos sean jurisconsultos".
Más sofisticado pero igualmente contundente, es el análisis que Bartolomé Clavero hace del debate sobre los jurados y que igualmente puede aplicarse a la castración legislativa de la ley indígena: "No es que no viniera o no siguiera haciéndolo, juzgarse a sí mismo, pero lo que se dilucidaba era la cobertura constitucional de unas jurisprudencias existentes, las indígenas. Y el argumento parece entonces decisivo para aquella asamblea constituyente por cuanto identifica el objetivo del mismo prejuicio de la ignorancia de los pueblos, de la conveniencia que se entiende de que la ley los civilice. Ahí radica entonces el asunto. Resulta así que no estaba exactamente discutiéndose... si el pueblo mexicano podía juzgar al pueblo mexicano, sino si los pueblos indígenas podían juzgar a los pueblos indígenas, si esto iba a admitirse constitucionalmente".
Y así como en 1857 no se admitieron constitucionalmente los jurados, en el 2001 los legisladores del PRI y del PAN abortaron la ley indígena negociada en San Andrés y aprobaron una caricatura. Un articulado donde se reconoce declarativamente la autonomía de los pueblos originarios, pero se la vacía de contenido al considerar a las comunidades objetos de "interés público" y no sujetos de "derecho público"; al no reconocer el derecho al uso colectivo de sus territorios sino al "uso preferente" de los "lugares que habitan"; al limitar al ámbito municipal la posibilidad de asociarse de las comunidades indígenas, cuando muchos pueblos no sólo abarcan varios municipios sino que se extienden por dos o más estados de la República; al ubicar en un artículo transitorio y sólo "cuando sea posible", la redefinición de las demarcaciones electorales en función de la ubicación de los pueblos, que debía garantizar la representación política de los indios. Un adefesio que, después de enumerar en nueve prolijos e improcedentes apartados todo lo que el bondadoso Estado se compromete a hacer por el desarrollo de los pueblos indios, dinamita el enunciado con un párrafo final donde se dice: "toda comunidad equiparable tendrá los mismos derechos"; es decir que para presentar como "generosa" una ley amputada, le añadieron al artículo sobre derechos indios una retahíla de políticas públicas que incumben por igual a todos los mexicanos.
La cuestión de si los indios tienen o no capacidad para autogobernarse, es recurrente en la historia de México, y en torno a ella se han definido el bando progresista y el conservador. Veamos la confrontación de dos historiadores importantes, con motivo de las reivindicaciones autonómicas del pueblo yaqui: "Los yaquis... eran agricultores, y bárbaros y pretendían ser nación y hablaban de la 'nación yaqui' como un francés de la nación francesa... Ningún mexicano debió haber aceptado la existencia de una nación yaqui o de cualquier otra clase, dentro de la nación mexicana...[pues]... los derechos de la nación yaqui... mermaban el territorio nacional y ofendían gravemente la soberanía... En México el 35 por ciento de la población es de indios aborígenes, y el 65 restante de criollos y mestizos, y según... los defensores de los yaquis, los mestizos criollos y extranjeros propietarios en México, deben restituir a los aborígenes todo lo que los españoles les quitaron... El zapatismo ha sido una consecuencia lógica del yaquismo. El general Díaz, identificado con los gobiernos civilizados del mundo, no aceptó la doctrina zapatista.... Era imposible que el general Díaz, justamente orgulloso de haber hecho de México una nación seria... se sometiese... a las exigencias de una tribu, ofensivas para el patriotismo mexicano, para la civilización, para el decoro del gobierno; y con la bandera tricolor en la mano... prefirió seguir la guerra..."
No, no se trata del senador panista y coartífice
del aborto legislativo de la Ley Cocopa, Diego Fernández, sino de
su colega Francisco Bulnes, porfirista, contrarrevolucionario, antizapatista
y sostenedor de la superioridad racial de los comedores de trigo sobre
los comedores de maíz. Y así le responde, años después,
otro polemista destacado: "Porfirio Díaz y su gobierno no vieron
en [el alzamiento yaqui] sino una cuestión de orden y disciplina,
y, en consecuencia, no pensaron más que en la solución militar...
La aberración, la ineptitud cabal e irremediable de Díaz
y su Gobierno para ver este problema, puede medirse si se recuerda que
uno de sus principales corifeos, ese monstruo de necedad que se llamó
Francisco Bulnes, se alarmaba, todavía en 1920, ya con el espectáculo
de la lección de la Revolución mexicana a la vista, ante
la pretensión que tuvieron los yaquis de seguirse gobernando ellos
mismos como lo habían hecho toda la vida. Bulnes se preguntaba indignado
cómo podía imaginarse y consentirse una república
dentro de una república". De qué manera juzgaría don
Daniel Cosío Villegas, quien escribió esto en los cincuenta,
el que medio siglo después algunos sedicentes discípulos
suyos y otros "monstruos de necedad", le sigan negando a los indios el
derecho a autogobernarse, del modo "como lo habían hecho toda la
vida".
Día de muertos, San Salvador
Durante las maniobras del Ejército salvadoreño,
El Barillo, Guazapa, 1986