LUNES Ť 16 Ť JULIO Ť 2001
Ť Vilma Fuentes
La historia antes y después de Disney
El director de una colección de libros para niños se caracteriza hoy día por un sentido pedagógico cuyas virtudes sólo un ser maquiavélico podría poner en duda: Ƒno intenta acaso, el editor en cuestión, la hercúlea proeza de detener el tiempo y conservar pura, incluso en los olvidadizos años de la vejez, la conmovedora inocencia infantil? Esa ingenuidad milagrosa que permite seguir balbuceando las palabras, tartamudear la más simple de las ideas, creer cualquier patraña y hablar de sí mismo en tercera persona con la distancia compasiva que se tiene hacia los irresponsables y las víctimas.
De ahí, tal vez, la altruista labor de los editores de libros para niños, quienes, con un santo empeño, se obstinan en borrar la perniciosa noción del bien y del mal para volver a un mundo paradisíaco, donde el mismo Rousseau no podría sino maravillarse de esta sana infantilización. Impedir a toda costa las edades de la razón, de la tan ingrata punzada y, sobre todo, de la sospechosa adulta. Desaparecer el peligroso futuro. Abolir el crimen --o al menos su perniciosa idea. No sólo el hombre nace y será bueno, también los animales : cocodrilos, serpientes, tigres, tarántulas, hienas, todos poseedores de la palabra desde siempre inocente. Un universo antropomórfico de donde son excluidas las diferencias. ƑLa lógica distinta del gato o la tortuga que hablan con Alicia en el país de las maravillas no haría correr riesgos insensatos al pensamiento al fin uniforme?
Por fortuna, los directores de las colecciones de cuentos infantiles, cuidadosos al extremo, saben que quien corrompe la inocencia de un niño no merece sino colgarse una piedra al pescuezo antes de saltar a un río. Y, Ƒqué mejor manera de evitar escándalo semejante sino expurgando de antemano las posibles lecturas que pudiesen infundir en las deliciosas creaturas los perversos deseos de crecer, de imaginar o de pensar?
De ahí mi sorpresa, la semana pasada, en el pueblo de Buenavista, cercano a Ixtapa, a donde la pintora Carmen Parra nos invitó --a María Luisa La China Mendoza, a Jacques Bellefroid y a mí-- para que leyésemos en voz alta, ante los niños de la escuela primaria, algunos cuentos de los primeros trescientos libros donados, en su mayoría por el FCE, para formarles una biblioteca.
Todo comenzó por la mañana, bajo los rayos vivificadores del sol, con el premio de una bicicleta para los niños y niñas que obtuvieron el primer lugar en cada uno de los seis años de la escuela primaria. Una manera de alentar a la vez el deporte y los estudios de los alumnos, actividades que Carmen Parra decidió completar con la creación de un club ciclista. El anuncio de este club precedió al de la biblioteca y al de la lectura por la noche.
El acto tendría lugar enfrente del estanquillo de Buenavista, donde los ojos de la pintora vieron una plaza, sobre la calle de tierra colorada, a la que denominó El Agora.
Se me ocurrió escoger, para esa primera lectura, un libro de cuentos de Emilio Carballido, confiada en sus calidades de dramaturgo. šY cuál no sería nuestra sorpresa ante la falta de atención de los niños! No parecía importarles un comino la historia del cocodrilo llamado Sputnick, compañero de un niño, al que la familia quería convertir en bolsa, zapatos, cinturones... a pesar de la precisión con que el autor lo sitúa en la perestroika bajo los enriquecedores sinónimos de saurio y caimán. Ni siquiera la participación de más niñas que niños en la lectura pudo concentrar la atención general en ese cuento ni en el siguiente.
Nos vimos, pues, frente a un enigma que era necesario descifrar antes de nuestra siguiente lectura. ƑNo estábamos ahí para infundirles el quijotesco vicio del extravío en los libros? Fuimos deshaciendo coartadas y eliminando sospechosos : el sistema educativo, el calor asfixiante, los mosquitos, nosotros mismos, sin darnos cuenta todavía que el cerebro del crimen era la benéfica industria editorial con que se satisface, al mismo tiempo, el deseo de los progenitores de educar a sus hijos conservándolos niños, se barre cualquier idea de aventura, se censura la imaginación y se habla ecológicamente con los animalitos domesticados, en un mundo sin muerte, mitologías y, menos aún, dioses.
Y, sin embargo... los niños volvieron a una segunda lectura, más atentos, en silencio, con sus manitas deseosas de abrir esos libros que eran suyos : el contagioso virus de la lectura les fue inoculado contra cualquier vacuna.