José Huerta Rivera: olvido y grandeza
Ť Lumbrera Chico
A Joselito Huerta lo mató, de una cornada en el hígado, el más pequeño de todos los bichos a los que debió enfrentarse durante su fecunda y olvidada carrera. El virus de la hepatitis C, para el que no hay remedio, le salió en el sorteo de la iatrogenia, que es el nombre que Iván Ilich, el filósofo belga avecindado en Cuernavaca, puso a la maldición de las enfermedades que se contraen dentro de los hospitales y que llamó, asimismo, némesis (o venganza) médica.
Después de las crónicas que Leonardo Páez y Horacio Reiba publicaron respectivamente el sábado, en este diario y en La Jornada de Oriente, poco o nada habría que añadir a la ejemplar trayectoria del maestro Huerta, un torero que desde su debut en 1954 hasta su retiro en 1973, y aún después, contó siempre con la estimación y el respeto del público, gracias a su enorme ángel, a su poderío técnico y al pundonor con el que, toro a toro, supo mantener el equilibrio indispensable entre la ética y la estética.
Pero a Joselito Huerta podría equiparársele con Alfonso Reyes, en la medida en que si el sabio neoleonés cuenta con el prestigio de una obra inmensa, nadie asocia la memoria de su nombre al título de uno de sus libros en particular. Así le ocurre al portentoso León de Tetela: no se recuerda alguna de sus faenas en especial, mientras a Raúl García, que fue un diestro bastante menor, la historia de la tauromaquia mexicana lo guarda en un nicho a perpetuidad por su lidia a Comanche, de Santo Domingo.
Quién olvidará, sin embargo, el rostro achocolatado de Joselito Huerta, su agradable sonrisa, su figura verticalísima al torear con el capote, pegado a tablas, o la malasombra de aquella tarde en el Toreo, cuando al iniciar su trasteo de muleta con las dos rodillas en tierra, el socio se le frenó a medio viaje, le clavó el pitón en el abdomen y lo abrió en canal para enviarlo a la enfermería con el intestino entre las manos.
Conmovidos por la muerte de Joselito Huerta, los aficionados deberían darse una vuelta por el cinematógrafo del Chopo, donde esta semana proyectan la cinta París-Timbuctú, del hispano Luis G. Berlanga, que narra en tono bufo la vida de una aldea valenciana y de una mujer que afirma ser hija ilegítima de Manolete, a cuya efigie venera en un altar doméstico ornamentado con uno de los capotes de brega que cubrieron al Monstruo de Córdoba durante su agonía en la plaza de Linares.
Para esclarecer de una vez por todas el misterio de la paternidad, la señora envía al laboratorio un trocito del capote, manchado según ella con la sangre de Manuel Rodríguez, para que le hagan la prueba del ADN. El examen, por el contrario, revela "una mezcla de sangre de Miura con Parladé y Torrestrella, lo que explica por qué la ganadería brava en España es una mierda".
Joselito Huerta, que triunfó en Madrid como pocos mexicanos lo han logrado, no alcanzó el tamaño de un ídolo popular. Su obra personal, a pesar de todo, queda como un monumento a la grandeza de un artista que se forjó desde abajo, pero fundamentalmente, desde adentro y contra viento y marea.