LUNES Ť 16 Ť JULIO Ť 2001
Ť Líderes controlan, organizan y reparten los espacios
Es el Metro fuente de empleo de más de tres mil mexicanos
Ť En túneles, trenes y pasillos ejercen la economía informal
MARIA ESTHER IBARRA
"šMire usted, industrias de calidad le viene ofreciendo este útil y bonito juego de cinco plumones por 10 pesos, para que usted no lo pague a 25 en el mercado!". El anuncio cambia -cada minuto de voz- por chicles, pastillas, chocolates, llaveros, pilas, pegamento, puntillas para lapiceros... recetarios de cocina, libros de cuentos, tejido, leyendas y, por qué no, hasta de poesía. En fin, una gama de artículos, cuyo precio oscila entre dos y 10 pesos. Otras voces, desentonadas o más agraciadas, van directo a lo suyo: "Por mujeres como tú.../ Tómame o déjame.../ Ya lo pasado, pasado...". Unas más, logran atraer la atención y tentar el bolsillo de algunos: "Perdón que los moleste, estoy viejo y sin trabajo, cualquier moneda que les sobre y no merme su economía, se las voy a agradecer".
Son parte de las voces calculadas en 3 mil hombres, mujeres, niños, ancianos que a diario se escuchan, entre las seis y nueve de la noche, a lo largo de 200.3 kilómetros de longitud, de 11 líneas y 175 estaciones del Sistema de Transporte Colectivo (Metro), al que han convertido en su fuente única de trabajo y, en otros casos, en medio para subsistir a la creciente crisis económica del país.
Conocidos como vagoneros o pasilleros, son los vendedores del Metro: amas de casa, madres solteras, matrimonios y familias completas de desempleados (burócratas, obreros, empleados o pequeños comerciantes que los tronó la crisis), invidentes y otro tipo de discapacitados (por ejemplo, mutilados de sus piernas o de la mitad de su cuerpo), conforman esa fuerza de trabajadores informales. A ellos se han sumado indígenas de la sierra de Puebla y hasta estudiantes de música o teatro a los que se les ha negado ver las glorias de un escenario; así como jóvenes contagiados con el virus del sida o quienes vinieron al Distrito Federal en busca de trabajo.
Prohibido por las autoridades capitalinas el ejercicio de cualquier actividad comercial en el interior del Metro, sin embargo, desde el nacimiento de este transporte en 1969, invidentes y vendedores iniciaron lo que ahora se ha convertido en un negocio, controlado por "líderes" que organizan y reparten las "fuentes" de trabajo: determinan horarios (tres turnos), número de trabajadores por vagones y líneas, y tipo de artículos y actividad a ejercer a fin de "mantener equilibrado" el mercado. Una cuota de 25 pesos semanarios y respetar los tramos (han creado sus propias bases y rutas) son requisitos para laborar.
Temprano -unos empiezan desde las seis de la mañana y concluyen su jornada a las ocho de la noche- los vagoneros se mezclan entre los casi 5 millones de usuarios del Metro que, al igual que ellos, buscan no llegar tarde. A ellos, el retardo les cuesta perder su turno en la fila que se forma en las diferentes bases. Tal como van llegando, el líder en cuestión vigila que ingresen en los vagones uno tras otro, en cadenita.
Algunos vendedores niegan pagar la cuota de 25 pesos semanales o pertenecer a una de las diez organizaciones, pero reconocen el problema. En el anonimato una señora dice: "No tengo por qué pagarles, pues entré sola a trabajar desde hace 25 años y así he podido sacar adelante a mis cinco hijos, que ahora también han continuado con este oficio".
Historias subterráneas
La escena se repite a lo largo del interior de ese túnel, donde se cruzan y se multiplican vidas, anhelos, frustraciones y la solidaridad. El temor, cierto o falso, a ser "despedido a golpes" por quienes controlan el mercado laboral del Metro, hace que la mayoría rehuya decir su nombre. En el anonimato aceptan hablar y contar su historia:
"Este es nuestro trabajo, de eso vivimos y mantenemos a nuestras familias. No venimos a pedir limosna ni a robar. Aquí encuentras a gente como yo, que me despidieron de una fábrica de hilos, o a quien lo abandonó su familia", platica animada una mujer de rostro moreno, al tiempo que estrecha las manos de sus compañeros de ruta. "Ahorita te alcanzo manito, nos vemos en Garibaldi. No te hagas, hoy te toca traer las tortas".
Apenas se cierran las puertas del vagón cuando una joven madre, con su hija en cangurera, se lanza sin más a cantar en zapoteco. Levanta la admiración del respetable usuario, que ha su paso se traduce en una moneda que llega a sus manos. Incluso atrapa la atención, al hablar en español brevemente, de los efectos negativos de la globalización y la modernización. Estudiante de teatro, al igual que su esposo, aspira a que las autoridades del Metro la dejen instalar un espectáculo de títeres en alguna estación o en un vagón. "Lo he venido preparando desde hace un año", comenta sin perder las esperanza. "Hemos tomado talleres con Jesusa Rodríguez, hacemos esfuerzos por prepararnos y ofrecer algo que a la gente la sirva".
Margarita, una joven de 21 años, cuenta una historia que comparten otras adolescentes: "Me escapé de mi casa porque mi padrastro abusaba de mí y ahora me sostengo de vender, pero quiero ser enfermera", expresa con la vista lejana sin aflojar entre sus manos una cajita de cartón de chicles y pastillas. "No, pues yo no pago la cuota, no sé cuantas organizaciones haya, pero nosotros ya también nos organizamos para no tener que tratar con ellos. Venimos en grupos de tres o cinco. No tenemos que cuidarnos de los vigilantes del Metro, aunque sí de los líderes".
Otros, como los integrantes del dúo Wankara del Sur -un joven estudiante y su maestro de música, intérpretes del canciones del folclor latinoamericano-, refutan la operación de líderes. "Lo que pasa es que nos hemos organizado para que trabajemos todos sin problemas. Quienes realmente obstruyen nuestro trabajo son los vigilantes y las autoridades del Metro", dicen. Ellos ya lograron grabar su primer casete profesional y la necesidad los obligó a cantar y vender su producción artística en el Metro.
Pocos se han salvado de ser remitidos a la agencia 33 en Pino Suárez, donde les imponen una multa administrativa, por lo general de 30 a 40 pesos. "Alguno jueces no nos cobran nada porque comprenden nuestra situación", asegura una señora quitándose el mandil para ir a recoger a sus dos hijos a la escuela.
La mayoría ve difícil su "futuro" ante el anuncio de las autoridades del Metro de reforzar la vigilancia -con la instalación de circuitos de televisión y más efectivos policiacos- en el interior de las instalaciones. "Ni modo que nos den trabajo a todos, lo cual no estaría mal", dicen unos y otros lo ven con recelo. "Nunca vamos a sacar lo de aquí, cuando está mal la venta me llevo 200 pesos diarios y cuando es quincena un poco más", comenta una vendedora de folletos de manualidades hogareñas.
Así, esos 3 mil mexicanos, en su mayoría capitalinos, diariamente acuden a su trabajo posible. "Sin preparación adónde voy a ir, no tengo más que esto", se duele un vendedor de chicles y pastillas.