Arquitectura brasileña |
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Salvador
de Bahía, Olinda en Pernambuco, Parati, Ouro Preto, Mariana, Igaraçu...
todos los lugares sacros del barroco brasileiro (pernambucano, bahiano,
mineiro, carioca); el neoclásico ligado a la corte portuguesa refugiada
en Brasil y a los imperios de Pedro I y Pedro II; los nuevos y novísimos
arquitectos: Lucio Costa, Moreira, Niemeyer, Vasconcelos y Lina Bo Bardi...
todos están presentes en este ensayo de Jeanine Bischoff, arquitecta
por la Universidad Federal de Río Grande del Sur y maestra en arquitectura
por la UNAM.
El periodo de gobierno del holandés Mauricio de Nassau (1637-1644) se caracterizó por marcadas realizaciones culturales y artísticas. En 1630, Recife tenía menos de doscientas casas; diez años después se transformó en una ciudad con dos mil edificaciones para convertirse en la sede del Brasil holandés. Su pequeña área obligó a adoptar formas arquitectónicas dominadas por la verticalidad y dotadas de fachadas estrechas que se elevaban, terminando en techos agudos. Los esfuerzos de reconstrucción que siguieron a la expulsión de los holandeses se tradujeron en obras de características monumentales, como la Catedral de Salvador, Bahía. Erigida en la segunda mitad del siglo xvii sobre los cimientos de la destruida iglesia del siglo XVI, la sobriedad de su fachada está presente también en sus interiores, concebidos según los patrones clásicos del siglo XVI. Frente a la catedral, otras dos iglesias completan uno de los más famosos e importantes conjuntos de la arquitectura religiosa de Salvador: en la iglesia de San Francisco se observa un vivo contraste entre la fachada apacible y los interiores convulsionados, con la apariencia de una caverna de oro, recargada con intrincados candelabros, capiteles, tallas, cariátides, monstruos y ángeles; en la iglesia de la Orden Tercera de San Francisco, en cambio, la propia fachada se caracteriza por una profusa ornamentación churrigueresca. En la arquitectura sacra se observa el despuntar de un cierto regionalismo inevitable, por debajo de las reglas lusitanas. El estilo barroco, con su énfasis decorativo, se prestaba bien a la mezcla cultural. Bastaba con permitir que los talladores locales se ocuparan de los detalles como la preparación de la estructura de madera con que se revestía el esqueleto del edificio para que el resultado final difiriera bastante de lo proyectado. Los jesuitas no veían motivo alguno para oponerse a las tendencias locales y hastaapreciaban su inclinación hacia lo exuberante, lo fantástico y lo alusivo, fácilmente detectable en la decoración excesiva y pesada que caracterizaba tales tendencias.
Hasta mediados del siglo XVIII no se sabia cuál era el límite exacto del dominio de los jesuitas. La región sur de Brasil seguía teniendo fronteras imprecisas. Entre avances y retrocesos, la zona misionera se fue conformando dentro de las tierras del actual estado de Rio Grande do Sul, donde los jesuitas habían establecido, a fines del siglo anterior, los llamados Siete Pueblos de las Misiones. Hoy en día, algunos de ellos se han transformado en prósperas ciudades gauchas. El pueblo de San Miguel, a pesar de no haberse desarrollado, posee las ruinas del más hermoso templo erigido en esa región, proyectado por el arquitecto jesuita João Batista Primoli, según un estilo trasladado desde la Italia de aquellos tiempos. En Minas Gerais nació una arquitectura auténticamente brasileña. Los paulistas habían encontrado oro ahí y, en poco tiempo, toda la región se pobló. Entre montañas abruptas, en el fondo de valles y a lo largo de los ríos de lecho pedregoso, surgieron campamentos de mineros que, con el correr de los años, se transformaron en ciudades. Esas ciudades de piedra y cal, no obstante su apariencia portuguesa, se formaron en lugares muy apartados, lejos de las influencias del Reino, como Ouro Preto, Sabará, São João DEl Rei, Diamantina. Pero en poco tiempo se convirtieron en ciudades con residencias de dos y tres pisos, habitadas por prósperos negociantes. La transformación urbana llevó a un desarrollo armónico y progresivo de la arquitectura, principalmente la religiosa, que alcanzó una magnificencia nunca vista hasta entonces en todo Brasil. Los edificios religiosos de los siglos anteriores, a los que se empezó a considerar demasiado modestos, fueron reformados y enriquecidos y sus interiores se recubrieron con tallas, esculturas y paneles profusamente dorados. Este magnificente barroco del siglo xvii, lejos de ser uniforme, presentaba variaciones regionales. En Salvador, al igual que en todo el noreste, se importaban grandes cantidades de azulejos pintados con los que se recubrían naves de templos, patios de conventos y muros de residencias particulares. Con esos azulejos, los motivos profanos empezaron a insinuarse en el arte sacro, sin llegar a popularizarse. El barroco de las villas de Minas Gerais era menos portugués que el del norte y noreste, más libre, con retablos de madera clara en tonos pastel, insertados en paneles lisos para que se destacaran bien.
En 1808, cuando la corte de Don João VI llegó a Brasil, Río de Janeiro tenía construcciones de piedra y cal, diseñadas siempre según modelos portugueses, pero que revelaban un cierto atraso respecto a la moda de la metrópoli. Se ordenó el retiro inmediato de celosías y balcones de madera, que dejaron su lugar a vidrios planos montados en marcos de nuevo diseño y a rejas de hierro forjado y fundido en Inglaterra. Del Río de ese tiempo se conserva la documentación dejada por pintores, como las acuarelas de Ender, y ciertas obras públicas como el acueducto del Carioca, presente hasta hoy en el paisaje urbano. Para introducir las novedades artísticas de Europa se contrató a la célebre Misión Francesa que, en 1816, inauguró la enseñanza oficial de las bellas artes y la arquitectura. Liderada por Jacques Lebreton, incluía entre sus integrantes al arquitecto Auguste Henri Grandjean de Montigni, quien hizo escuela, transformó el aspecto de los edificios, enseñó la composición clásica y uniformó soluciones. A partir de entonces, el neoclásico se impuso como estilo del Imperio en Brasil, destacándose en obras como el edificio de la Academia Imperial de Bellas Artes, construido en 1826. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, el café hizo su aparición en la economía brasileña. Surgieron las primeras haciendas, construidas aún en piedra y cal, especialmente para satisfacer las exigencias planteadas por este tipo de cultivo. Uno de los más antiguos de esos establecimientos es la hacienda de Pau dAlho (de 1817), en São José do Barreiro, São Paulo, donde se albergó a Don Pedro I en la época en que se promulgó la independencia. Esta hacienda fue construida con piedra y cal, pero en varias áreas conservó el sistema de adobe de los primitivos bandeirantes.
Mientras que en el sur el café transformaba la arquitectura de las ciudades, en el norte el dinero del caucho modificaba el paisaje urbano de finales del siglo XIX, llevando hasta la Amazonia construcciones sorprendentes. Sin embargo, pocos se enriquecieron, y la falta de una infraestructura obligaba a importar palacetes prácticamente prefabricados en Europa. Fue una riqueza repentina y pasajera, testimoniada hoy por construcciones magníficas como el Mercado Municipal y el Teatro de Manaus. Una rápida transformación habría de presentarse a partir de comienzos del siglo XX, cuando el crecimiento de São Paulo hizo posible que prosperaran varios estilos arquitectónicos. El eclecticismo fue un gran vehículo estético para la asimilación de importantes innovaciones tecnológicas. Los arquitectos empezaron a adoptar soluciones plásticas y constructivas más complejas, incluyendo recursos de confort en las residencias, semejantes a los europeos. Se trataba de construir según el último grito de la moda europea, imitando el ambiente cultural del Viejo Mundo, especialmente el de París, verdadera Meca de los ricos hacendados paulistas. Los diversos estilos combinados entre sí y hasta inventados, en aquel eclecticismo romántico, permitían siempre manifestaciones personalistas y evocaciones de las tierras de origen. Por ejemplo, la casa art nouveau proyectada por el sueco Carlos Eckman para el cafetalero Alvares Penteado.
El primer grupo de arquitectos brasileños seguidores de las nuevas ideas se formó en Rio de Janeiro, a partir de la década de los treinta. La enseñanza de la arquitectura experimentó una reformulación total gracias a la presencia renovadora de Lucio Costa y a las visitas que hiciera Le Corbusier a la entonces capital del país, con la divulgación de sus concepciones funcionalistas. En 1942 se terminó el edificio del Ministerio da Educación y Cultura, cuyo bosquejo original es de Le Corbusier, pero que fue desarrollado con algunas modificaciones por un equipo brasileño formado por Lucio Costa, el líder, Carlos Leão, Jorge Moreira, Afonso Eduardo Reydi, Oscar Niemeyer y Ernâni Vasconcelos, que dieron origen a nuevos conceptos de área libre en la implantación urbana de edificios construidos en lotes reducidos: uso de columnas aisladas, con el terreno aprovechado por los peatones, la estructura independiente, plantas y fachadas libres, los parteluces y el techo-jardín, constituyéndose en el gran marco de la arquitectura moderna brasileña. Oscar Niemeyer alcanzó su proyección definitiva en Minas Gerais. En 1943 concibió un conjunto de construcciones en torno del Lago da Pampulha, en Belo Horizonte, que se considera la primera creación enteramente libre de la moderna arquitectura brasileña. Componiendo espacios inesperados en concreto armado, Oscar Niemeyer obtuvo efectos plásticos nuevos, más coherentes con el barroco, recreándolo así en el propio estado que sirvió de escenario a los grandes monumentos del siglo XVIII. Del conjunto de Pampulha forma parte la iglesia de San Francisco de Assis, que representa el nacimiento de la moderna arquitectura religiosa brasileña.
La ciudad de Brasilia, erigida en la Altiplanicie Central, en Goiás, fue la gran oportunidad ofrecida a los arquitectos brasileños en la década de los cincuenta por el entonces presidente Juscelino Kubitschek, en un esfuerzo tendiente a promover el desarrollo del interior del país y que luego asumió dimensiones de mito nacional. La nueva capital del país está compuesta por un conjunto de construcciones, entre las cuales figuran algunas obras maestras de la arquitectura contemporánea. Siguiendo el plan urbano de Lucio Costa, el arquitecto Oscar Niemeyer, secundado por el calculista de concreto armado Joaquim Cardozo, dio muestras, en más de una ocasión, de su capacidad creadora, plasmando formas blancas de extrema liviandad, que parecen estar apenas apoyadas sobre el suelo, combinando armoniosamente los sistemas estructurales y la intención plástica. A mediados de los años cuarenta, la fundación de la Facultad de Arquitectura en São Paulo hizo posible la aparición de nuevos profesionales, animados por un mismo espíritu modernista, que superaron la orientación tradicional de los antiguos cursos de especialización arquitectónica que se dictaban en las escuelas de ingeniería. Al arquitecto João Batista Vilanova Artigas, autor del proyecto de la Facultad, se debe gran parte de la reformulación teórica de la enseñanza de la arquitectura y de su práctica profesional. Sus enseñanzas decantaron en una nueva concepción de espacios integrados en volúmenes compactos que fluyen entre inusitados sistemas estructurales de concreto armado aparente. Esto dio como fruto innumerables creaciones de la moderna arquitectura brasileña, todas con la misma orientación estética. Era una época singular, plena de discusiones sobre la formulación de un proyecto para el país y, en lo que concierne a los arquitectos, sobre la construcción de Brasilia, ciudad en la que se trató de organizar un espacio democrático para la convivencia entre los hombres. Se discutían los caminos de la arquitectura, las propuestas de una arquitectura con un lenguaje netamente brasileño. São Paulo era una gran metrópoli, intensamente industrializada, y acabó por generar una arquitectura diferente en algunos aspectos de la escuela de arquitectura racionalista vigente en Río de Janeiro, siendo las grandes referencias del grupo paulista los arquitectos Rino Levi, Oswaldo Bratke y João Batista Vilanova Artigas. Ocupados básicamente en construir residencias, fábricas, edificios comerciales, etcétera, tenían como punto común el enfoque del oficio, la disciplina arquitectónica más que el trazo genial, el detalle meticuloso, la experimentación constante de materiales industrializados, que se justificaban por el papel central que la técnica ocupaba en su trabajo y por la visión de que la ciudad, entendida como lugar enmarcado en un determinado nivel de producción, precede siempre al edificio. Principalmente Vilanova Artigas dejó hondas huellas en una generación completa de arquitectos, tanto en las soluciones plásticas como en el trasfondo ideológico de esas soluciones, ya que la producción del también llamado brutalismo Paulista fue justificada por su discurso vinculado a los ideales político-sociales de sus arquitectos. El brutalismo tuvo una tendencia en la cual predominaron las líneas rectas y el abstraccionismo, utilizando la geometría y la estructura para generar la forma.
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