SABADO Ť 14 Ť JULIO Ť 2001

SPUTNIK

Tepito en cada moscovita rincón

Ť Juan Pablo Duch

Moscu, 13 de julio. La estatua de Le-nin, junto al estadio olímpico que por voluntad de las autoridades ya dejó de llevar su nombre, se pierde entre infinidad de puestos y una muchedumbre que acude cada día ansiosa de satisfacer sus hábitos de consumo, sin otro lí-mite que la rusa imaginación de cada uno, y por supuesto el dinero, normalmente in-clemente frontera entre lo que se quiere comprar y lo que se acaba comprando.

Pero la explanada frente al famoso estadio no es aquí el único sitio para adquirir un cepillo de dientes coreano, o unos zapatos españoles, o una almohada persa, o un televisor japonés, igual que muebles de todo tipo, ropa, utensilios de alpinismo y, para los más extravagantes, hasta esos pequeños chatos teleósteos y cipriniformes de agua dulce, las pirañas, que algunos presumen en una pecera.

De hecho, hace tiempo que los rusos descendientes de los soviéticos no saben lo que es la escasez, aunque a cambio aprendieron lo que es la pobreza y lo placentero que puede resultar llevar a la familia, en dominical paseo, a admirar los mostradores de las tiendas de lujo. Al menos es gratis, a diferencia del cine.

Y como no cualquiera, más bien casi nadie, puede salir de una boutique exclusiva sin la desagradable sensación de que fue asaltado por estupidez propia, y de que no tendrá que trabajar medio año para po-der comprar otra corbata onerosa, que se vuelve onírica en la medida en que la colgante del cuello adquisición quita el sueño durante un largo tiempo, prolifera el co-mercio al aire libre.

Los tianguis no son aquí improvisadas ferias, llevadas a cabo equis día de la se-mana y en variado lugar, sino improvisadas ferias que se realizan durante toda la semana y en un mismo lugar. Por eso, nunca hubo en Moscú mercados sobre ruedas, y menos en la soviética época en que tampoco había ruedas (suficientes).

Ahora, cuanto mayor es el deterioro del nivel de vida de la población, más tianguis aparecen y, para disgusto de los altos funcionarios gubernamentales que insisten en hacer creer, a los demás, claro, que los in-sípidos indicadores macroeconómicos de-ben saber igual que una barra de pan recién horneado, ya se está cerca de tener un Te-pito en cada moscovita rincón.

El gentío con ganas de encontrar lo más barato es signo inequívoco de que hay un mercadito cerca. Son tantos que forman ya parte del paisaje urbano, sin que nadie que esté sobrio se atreva a decir que le parecen un exquisito elemento ornamental.foto sputnik

No es cuestión de estética, y hasta los pasados de copas asumen que, a la hora de pagar la compra, son la alternativa menos dolorosa que se ha inventado frente a los supermercados y tiendas de lujo.

Cuando no son puestos, mesita y toldo cuando mucho, se usan contenedores. La historia reciente de Rusia no registra el nombre del primer postsoviético empresario que tuvo la ocurrencia de utilizar un contenedor, uno de esos embalajes metálicos para transportar mercancías, como tienda sin ventanas y un pequeño mostrador, que hace las veces de ventana y puerta por la que nadie entra, muy práctico en invierno.

Asentados en filas los contenedores, uniformes en verdoso color, sólo se diferencian por el surtido que ofrecen. Los hay especializados en frutas y verduras, en carnes o pescado, en detergentes y ja-bones, en cerveza y refrescos, en productos lácteos, en jugos o cigarrillos. Todo junto y, a la vez, separado por pertenecer a distintos dueños.

Lo que sí comparten los comerciantes es el origen de sus mercancías. A veces, po-cas, son adquiridas a grandes proveedores que les surten al por mayor. En el caso más frecuente, son metidas ilegalmente al país, ya sea mediante el muy difundido contrabando hormiga o el no menos extendido contrabando de a de veras, que no requiere escudarse en eufemismos como el del himenóptero insecto al tener siempre, los mafiosos que controlan ese negocio, luz verde en la aduana, tan verde como el co-lor de los billetes que sueltan a los aduaneros, inspectores sanitarios, funcionarios municipales y policías.

Los vendedores casi nunca son rusos y casi siempre son mujeres; rusos son los dueños, que explotan a ucranianas, bielorrusas, azerbaiyanas, georgianas, armenias y demás representantes de las antiguas re-públicas soviéticas que se ven obligadas a venir a Moscú en busca de una vida mejor.

Es difícil saber, y penoso preguntarlo, si las muchachas que trabajan no menos de 12 horas diarias junto al estadio, al elevar la mirada para quitarse el sudor de la frente, concluyen --al ver de reojo la estatua de Lenin-- que han alcanzado esa meta.

A menos que fueran masoquistas, la respuesta sería negativa. Lo positivo, para ce-rrar con una nota de optimismo, es que la mayoría de las vendedoras, aunque no se-pan quién es el hombre sobre el pedestal y se quede con la impresión de que fue futbolista o entrenador, se dan por satisfechas al haber podido evitar prostituirse en las calles de Moscú, para sobrevivir, el destino de muchas de sus coterráneas.