jueves Ť 12 Ť julio Ť 2001

Sergio Zermeño

El congreso necesario

La UNAM se vio conmovida en los decenios que cerraron el siglo que terminó: en 1986 y en 1999. Se ha argumentado que esas luchas no cambiaron un ápice la estructura que habían heredado, que los acuerdos del congreso de los años noventa fueron muy pobres pero que, incluso así, muy pocos se cumplieron.

Esas dos luchas, sin embargo, tienen en su haber ni más ni menos que el triunfo más importante de la sociedad civil mexicana bajo la etapa neoliberal: haber mantenido a la UNAM como un espacio abierto a los hijos de las clases media alta y de algunos colados de los sectores populares (algún 8 por ciento de los grupos urbanos marginados, 3 por ciento de hijos de obreros y 1 por ciento de quienes se reclaman hijos de campesinos). Los movimientos del 86 y del 99 tienen esto en común. Sin embargo, la situación que hoy impera en la UNAM es distinta: durante el largo periodo que va de Soberón a Barnés (18 años), las correas de transmisión entre Los Pinos y el Pedregal funcionaron perfectamente ajustadas. La universidad en su interior reprodujo el verticalismo priísta y lo hizo con un extremo pragmatismo, pues en lo dogmático nunca fue coartada la libre expresión ni la libertad de cátedra. Sin embargo, sobre la vida académica se construyó un pesado poder burocrático que tenía como fin el control estricto de todos los puntos de decisión y representación, desde los más marginales puestos hasta los más altos consejos y direcciones. Esta pesada tapadera provocó una división y hasta una pulverización del actor sin duda más importante de una institución educativa: su personal académico. Cuando una institución tan extensa es organizada en forma piramidal, se ven presionados y obstruidos los flujos horizontales que son por donde funciona la academia, la interdisciplina, la asociación de talentos, la creatividad, la imaginación, el saber dirigir recursos en terrenos apenas explorados. El poder burocrático prefiere las estructuras conocidas, mejor controlables, y en esa medida tiende a ser poco dinámico. Barnés nunca recibió a los colegios académicos, porque argumentó que eran extraños a la estructura formal de la institución.

Dichas correas de transmisión se han aflojado hacia la universidad y en todo el país: numerosos analistas políticos están hablando de relajamiento y hasta de balcanización de los componentes del orden nacional, desde el pacto federal hasta los grandes faldones corporativos de la educación, del sindicalismo, de las empresas nacionales estratégicas, etcétera. En este precario andamiaje se mueve la universidad, con un agravante: el terreno de la educación y, en particular, el de la educación superior es el que ha recibido los ataques más furibundos desde la ideología privatizadora, la teoría del déficit fiscal y desde el utilitarismo mercantilista. El tema de la preservación de la universidad pública y el tema de su autonomía se convierten así en el espacio de disputa real y simbólica más importante en el nuevo reparto de los actores en la esencia nacional (pero lo mismo sucede en la escena latinoamericana y mundial). En la medida en que no tenemos ninguna certeza sobre cuál va a ser el desenlace del orden mundial globalizado, nadie puede asegurar que los pocos cuerpos con alguna consistencia que sobreviven en esta sociedad rota, como la universidad pública, no vayan a ser estratégicos en la reconstrucción futura.

El sector académico parece ser el primero en salir del letargo en que nos sumió la fatídica huelga del 99. El Colegio de Académicas Universitarias discutió en los últimos tres días cómo ir hacia el congreso. La Federación de Colegios del Personal Académico hará lo mismo en unas semanas. Un grupo de investigadores y de profesores de alto renombre se reunió en Cuernavaca con un programa parecido e invitó a las autoridades de la UNAM a escuchar sus conclusiones. Ahí, el rector llamó al resto de los universitarios a imaginar la reforma y el congreso y repitió sus compromisos: búsqueda de fuentes de financiamiento sin tocar la gratuidad; revisión de la Ley Orgánica y de las formas de gobierno y representación; puesta al día de los mecanismos de ingreso, permanencia y egreso de estudiantes y académicos; apoyo a las dependencias periféricas y descentralización, sin por ello mermar nuestra unidad. Las posiciones que siguen insistiendo en que el enemigo a vencer son los académicos y que la UNAM es despreciable en tanto aparato reproductor de la dominación, deben pensar con cuidado a quién le están haciendo el juego en esta vehemencia desmanteladora.