jueves Ť 12 Ť julio Ť 2001

Sami David

ƑPacto, para qué?

La dinámica y el empuje crítico de la sociedad mexicana no ha derruido un sistema, ha hecho un mejor sistema. Se ha dado, en ejercicio legítimo de su soberanía, un renovado equilibrio de fuerzas políticas y espera, justo en esta transición, que tome cuerpo y sea eficaz un nuevo método de asumir acuerdos y concertar voluntades.

La transición implica, sobre todo, sensibilidad de la representación nacional para no volver caótica o anárquica una correlación de fuerzas políticas distinta a la que estuvimos ceñidos durante largo tiempo. Nadie añora, menos que nadie el PRI, competencia débil de las oposiciones, abstención de partido o abandono a la inercia. Pero sí el reconocimiento al profundo proceso de renovación de las instituciones políticas del país y a conquistas sociales de las mayorías de la sociedad.

El país marcha a tumbos, sin rumbo definido. Y no precisamente por la diversidad de posiciones que los partidos políticos asumen, sino por las contradicciones de los encargados de llevar a buen camino esta responsabilidad. Las palabras no se ajustan con los hechos, y el pueblo de México empieza a vislumbrar turbulencias, a sentir en los bolsillos el efecto de la falta de crecimiento. La agenda política se encuentra entrampada en sofismas democratizadores y la expresión ha perdido sentido y significado. Por ello, diversas voces han proclamado la necesidad de un pacto nacional: desde el Gobierno del DF hasta el propio Vicente Fox y los mismos medios de comunicación social.

Es conveniente participar activamente en la modernización integral del país, a fin de lograr la recuperación económica y para mejorar el nivel de vida de todos. El cambio cualitativo de la sociedad mexicana continúa siendo el reto que debemos afrontar. Pero no se puede pedir peras al olmo; no, mientras se niegue el mínimo respeto a la crítica; no, mientras el Ejecutivo continúe dando palos de ciego en detrimento de quienes dice gobernar. La falta de conducción, no la falta de un acuerdo político, ha modificado el "rating" del foxismo, y las clases populares, a las cuales una coalición de partidos movilizó con una falsa promesa de cambio, se encuentran ahora entre las frustración y la desesperanza.

Los mexicanos vivimos hoy una etapa política aparentemente novedosa, donde el rígido presidencialismo ha dado paso al cantinflismo presidencial cuya popularización no contribuye a fortalecer la vida institucional. Esta "renovación" de actitudes y comportamientos del Ejecutivo federal y de muchos integrantes de su autodenominado "gabinetazo", esta peculiar manera de "gobernar" es sintomática: indica el desbarrancamiento de las formas de conducción de la vida pública, así como el desmantelamiento de la política como un factor de cohesión y de integridad. En la división de poderes está, sin duda, la clave de la respetabilidad de las instituciones y con este principio se ignora la unidad en la diversidad.

Ahora bien, si los poderes de la nación, si los partidos políticos, si la sociedad y los medios de comunicación hacen su trabajo no es necesario un pacto nacional, sí acuerdos, entendimiento. La democracia no es solamente una estructura jurídica y un régimen político, sino un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo. La nueva geografía política ha sido la respuesta inherente al cambio social. Pero se trata de todo un proceso, no es un simple acto-reflejo, producto de las circunstancias o de un único partido. En este orden de ideas, el Ejecutivo no debe desplazar decisiones que sólo a la sociedad corresponden, ni la democracia convertirse en sofisma jurídico carente de referencia en el hallazgo de justicia.

Y aquí es prudente recordar que la modernización política no es frase de ocasión, ni lema de campaña. Constituye un esfuerzo inaplazable para vertebrar nuestra respuesta a los retos sociales y económicos. El cambio debe entenderse no como la capacidad para acomodarse a la dirección del viento, sino como la expresión civilizada de respeto hacia toda forma política, incluso de disidencia. Cuando un mandatario se convierte en veleta, pierde su capacidad de raciocinio y de respetabilidad.

Una democracia de carne y hueso se modela a través de instituciones, procedimientos y actitudes republicanas, no personalistas. La política debe ser, por encima de todo, voluntad para acordar las transformaciones necesarias. Por lo que toda tarea de gobierno debe dirigirse, en primer lugar, a mejorar el nivel de vida de personas y de los pueblos; si no se cumple con esta finalidad, todo lo demás es accesorio.

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