martes Ť 10 Ť julio Ť 2001

Marco Rascón

Los dueños de la transición

Slim, Azcárraga, Salinas Pliego, Zambrano, Garza Lagüera, Bailleres, Aramburuzabala, Arango, Peralta, Harp, Hernández, Saba, Larrea, Martín Bringas, Romo Garza, González Barrera, X. González, Garza Sada, Autrey, Garza Calderón, González Nova, Molina, Sada González, Losada, Servitje, Cosío Ariño, Martínez Güitrón, Franco, Peñaloza y Vallina, antes y ahora, son dueños del país; beneficiados durante los años de crecimiento y con las crisis; prósperos durante la inflación y las devaluaciones; con el nacionalismo revolucionario y con el neoliberalismo; contentos con la hegemonía priísta, pero también con la "transición"; satisfechos con las nacionalizaciones, con las privatizaciones y aún más, con los rescates. Son al mismo tiempo: Franco, la Moncloa y el Rey... la resistencia, la transición y el árbitro.

Esta treintena de familias son las dueñas de México desde 1940, a las cuales habría que agregar en justicia a los Espinosa Yglesias, los Sánchez Navarro, los Guajardo Suárez, Trouyet y los Abedrop que fueron la bisagra que unió el poder político y el poder económico en un bloque compacto y feliz, gracias también a los Alemán, los Hank, Vázquez Raña, Salinas y los Figueroa, que supieron entender que la clase política debía enriquecerse, para no ser una pobre clase política. De todos ellos, nació la corrupción de Estado.

Si de 1929 a 1940 condujeron al país los militares-ideólogos de la Revolución, de ese año hasta 1982 la política tomó el control y mantuvo la unidad del régimen y garantizó el crecimiento de esta oligarquía. Gracias a esa unión, cada demanda democratizadora era vista como una conjura de Moscú o de La Habana, a la que respondieron con todo tipo de represiones, cárcel y torturas a críticos y opositores.

A partir de 1973 estas familias se propusieron, encapuchados en Chipinque, la toma del poder político y lo lograron parcialmente con Miguel de la Madrid, Carlos Salinas y Zedillo, ya que el PRI los siguió representando en la globalización y se hizo cómplice de todos los excesos antinacionales de los tres últimos gobiernos. En 18 años y como aportación de cambio cultural, estas familias lograron destruir la credibilidad en la política y hacer del poder económico el nuevo esquema, la nueva cultura de dominación y sustituir el ejercicio político por gerentes de empresas. Este poder económico oligárquico dejó de creer en los jilgueros del PRI como voceros y optó por los locutores en vez de los interlocutores para hacer opinión pública: la política se volvió mediática. De ellos depende ahora la "estabilidad" económica tras haber perpetrado la gran fuga de capitales en diciembre de 1994, cuando Jaime Serra les consultó y anunció la devaluación.

El descrédito de la política se debe a ellos, pues era la única manera de que ese poder económico y sus intereses emergieran como lo único creíble y legítimo. A esas condiciones se subordinaron todos los partidos y los medios de comunicación que impusieron los escándalos, la agenda y los personajes centrales. Nadie tuvo ya fuerza propia y de ahí se desprendió que el modelo de ciudadano era el empresario, nunca más un obrero o asalariado, nunca más un intelectual con independencia.

Este poder económico ha tenido como tentación e intención, convertir toda inteligencia, todo crítico, en el bufón para entretener a la corte con su asesoría. Son estas familias las que dominaron a todo el empresariado a través de las cámaras patronales, corporativizadas y subordinadas al PRI y el régimen; son los que determinan hoy con su poder los triunfos electorales. Son, en síntesis, los que han hecho de México un país pequeño, de unos cuantos ricos muy ricos; de unos cuantos escándalos, e impusieron el bajo nivel del debate político e ideológico de los problemas nacionales.

Ellos no son un partido, porque dominan hoy a todos los partidos. Su tendencia son el parasitismo financiero y especulativo. Estas familias son el principal problema de México, pero no existe madurez de conciencia para percibirlo aún ni oposición inteligente para enfrentarlos.

El poder de estas familias está sobre el gobierno, el Estado, el Congreso, los partidos y las instituciones y las ideas o metas de la "transición". Por ellos se ve todo confuso e incierto, porque siendo los que deciden no son públicos ni dan la cara. Ese poder es hoy el que corporativiza la política y sustituyó el presidencialismo; es un Frankenstein con vida propia y que considera estar por encima de todas las expectativas, destruyendo la credibilidad como condición de dominio absoluto.

Estos son los dueños de la transición y del foxismo, el panismo, el priísmo y las corrientes pragmáticas del perredismo. Mientras tengan este poder sin cuestionamiento ni identificación, no habrá verdadero cambio ni justicia ni progreso para los mexicanos y el país será su titiritero.

 

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