Hermann Bellinghausen
Puente para qué te quiero puente, Tito Puente
El sonido eléctrico, insidioso, alarmante, de una sierra sinfín. Parado arriba del puente, Orestes se asoma y vuela, como vuelan sin caer todos los que cruzan puentes. Por más que se agacha, no distingue quién sierra. El planeta discurre a sus pies con pulcritud oceánica, y embate sin fuerza las pilastras monumentales, paso y puerta a la única verdad que es la del agua. Al menos aquí, al menos ahora.
Si este fuera un viejo puente de palo, cualquier segueta sería peligro, pero edificado en tanto hierro y en tanto piedra, no tiene que temer serrucho alguno, por supersónico que lo vendan. Y los rayos láser que tiran edificios existen en videojuegos y videocintas, no en el lado de acá de la realidad. Las evidencias de la naturaleza además no necesitan publicidad para existir, y nada en el mercado, salvo una orden atómica de exterminio, amenaza su duración cambiante, así que no se deje engañar, ningún serrote derribará puentes de piedra. Si no lo hacen los ríos, ni en su caso el mar costero, ya parece que podrá un filo de esos que calan carne, pero no lo macizo.
Contra el manido concepto de "los ríos de la historia", si algo enseña la historia es que, de ella, el agua ni se entera. Por grandes puertos que sean, por cargadas de pasado y drama que se pretendan, las ciudades que el agua atraviesa no dejan en ésta más que basura, y no reciben sino desdén y abandono. Mientras de ella dependa, el agua no se detiene: nada le ara ni escribe la superficie. El resto, o sea la historia, queda reducido a rémoras húmedas, estampas, la pátina, los cánones de la memoria. Orestes desde el barandal mira igual de lejos las dos orillas, y el torrente abajo le llena los ojos de rubor ante su pequeñez cósmica. Cómica, se anima al juego fácil de decir.
Los puentes gustan a los deportistas, y de lejos, a los turistas. Ahí viene una mujer cuidándose la edad, enfundada en un slipper negro, sobre dos rieles de patines que tratan al asfalto como si fuera hielo. Tira de la dama un inmenso perro afgano que seca al sol su pedigrí dorado. Pasan.
En seguida una cuadrilla de electricistas buscando un poste que trepar.
Aquí viene una familia de migrantes. Encorvados, ocultándose por reflejo, si algo evitan es permanecer en puentes. De espaldas al punto de partida, el otro lado es su único interés, el recurso de una tierra prometida al alcance de su osadía.
Sólo la madre, mujer rechoncha, mira de frente, a través de la mascada que sombrea su rostro; el resto de la familia apenas arriesga un reojo; la mayor de las hijas, y las criaturas de brazos, ni eso. Al no parecer policía ni asaltante en potencia, para la madre Orestes ingresa a la categoría de las gaviotas en los cables. Otra vez la sierra rechina en alguna parte bajo el puente. La mujer se apresura, se ardilla nerviosamente, huidizo gato de bulevar.
Los migrantes desaparecen. Con un ruido que Orestes ha dejado de escuchar, decenas de carros zumban a su espalda. Como a todos los personajes accidentales de la trama, a Orestes le trazaron un destino los dioses ciegos, pero hicieron la travesura de dejárselo incompleto. Broma pesada, la verdad. En el libro de sus pasos escribieron que debía regresar, que esa era su misión, su único chance. Pero omitieron escribir adónde. Lo arrojaron a un peregrinaje que, bajo la apariencia de retorno, sólo va.
Orestes hoy llegó a este puente preciso. Pudo ser el de Brooklyn, el de Londres, el Des Arts, el Rialto o el Golden Gate. Pero no, fue este otro. Donde el río Barranco se convierte en bahía confusa, impeceptible mar, y sus pescaditos merienda de pelícanos y tiburones. Eso da qué pensar.
Llegó a este puente Orestes para protestar, para rebelarse contra lo inconcluso de la trama argumental. Si la meta cambia de continuo, como esperan los dioses o quien sea que regrese. Qué se creen.
Hay retornos más sencillos, al menos de nombrar. Un ejemplo: los negros de América, arrancados como animales de una cuna que con ellos habría de morir, crearon una meta imaginaria, la llamaron Sion, y la encomiendan a Jah, Alá o Eleguá. Y luego que ahora están de moda las Madres Patrias, ya ven Europa Oriental. Pero después de recorrer todos los caminos que conducen a Roma, Orestes descubrió que hay muchos más. Aunque lo bailado no se lo quiten, Grecia y Tebas están dolorosamente lejos, y el enigma queda sin rimar.
Ni los blancos acantilados de Dover ni el Monte Inferno de California le dieron santo y seña. No se lo dieron el Fujiyama panóptico de la tormenta, ni el Popocatépetl que, indiferente a los planes de protección civil, se resiste a la extinción (y conste que ese hubo de verlo desde los vicarios puentes de Pantaco). No se lo dieron las luces de Düsseldorf ni la garita de San Ysidro, los cruces irreconocibles sobre el río Spree, ni siquiera el puente aéreo de Whirpool, donde la tierra le ha robado algunos siglos al mar, mucho menos el de Barajas, ese caos cerca de Madrid.
Valijas, Orestes, bolsas, morrales y cajas, qué más. Y la misma carota perpleja, los ojos sin fondo, el anillo de la boca aprendiendo a respirar bajo el agua. Un frotamiento de dedos en los barandales, las ganas infinitas de orinar que provoca la sensación del puente. Revisar la cartera, ajustar los papeles, las agujetas, los rudimentos de la lengua extranjera.
Órele pues, Orestes, permítase protestar. Grite a los cuatro vientos su desacuerdo, exija claridad. Está en su derecho, expréselo. No le aunque quedar en ayunas. No será el primer puente ni el último que trepe para reclamar. Abajo, en un punto ciego de las pilastras, la sierra eléctrica, inofensiva, chilla por chillar. Y repítase en los pies los beats arcaicos del difunto Tito Puente, que en los viejos discos de su padre -así como cantan Los Mocosos de Misión- le enseñaron a oscilar, donde el muelle hace al marinero, y en cualquier puente flota o vuela o sueña la ilusión de navegar.