Elba Esther Gordillo
El acuerdo que la nación espera
AL CABO DE un año de distancia de aquella fecha histórica, podemos constatar que nuestra transición democrática no concluyó con la alternancia en la Presidencia de la República, que aún nos aguarda un itinerario, tan largo como complejo, que pasa -inevitablemente- por la actualización del andamiaje institucional y legal del país.
Por el momento, nos encontramos a mitad del camino. Adam Przeworski, conocedor profundo de estos temas, nos recuerda que la transición democrática consiste en dos procesos simultáneos, aunque en cierta medida autónomos: un proceso de desintegración del viejo esquema autoritario y otro de instauración de las instituciones democráticas.
Más allá de conceptos de fechas y protagonistas del principio o el fin de la transición, una certeza sobresale de entre la muy reciente -y cada vez más viva- discusión acerca de un gran acuerdo político nacional: el país demanda que las nuevas reglas del juego político sobre las que ha corrido nuestra transición se expresen en un nuevo orden institucional que traduzca, precisamente, los cambios que el país ha registrado en los últimos años.
De ser así, este aggionarmento de nuestras instituciones no puede provenir sino de un acuerdo explícito entre los principales actores políticos del país. De nuevo Przeworski: "En la democracia no hay garantías para compromiso sustantivo alguno... Lo que sí es posible es establecer convenios institucionales, vale decir, compromisos vinculados con las instituciones que fijan probabilidades previas de satisfacción de los intereses específicos de cada grupo".
Para que la alternancia ofrezca opciones a millones de ciudadanos que la hicieron posible, para que se convierta en un proyecto de país viable, debe haber un acuerdo nacional que, entre otras tareas urgentes: a) fortalezca la gobernabilidad del país, que incluye por igual dotar a las instituciones con diversos instrumentos para mejorar su eficacia, que hace confluir los diferentes proyectos políticos en un solo gran esfuerzo nacional; b) lleve a cabo la tantas veces pospuesta reforma del Estado, para que con ello se expresen en términos institucionales las nuevas condiciones que plantea el actual escenario político nacional; c) defina, configure las relaciones entre el Congreso de la Unión y el titular del Poder Ejecutivo, y de éste con los gobernadores, y d) establezca una agenda nacional, con tiempos, prioridades, temas y compromisos de los actores políticos en el corto y mediano plazos.
Es cierto que un pacto nacional de esta naturaleza pondrá a prueba las capacidades democráticas de los principales actores políticos, es decir, su capacidad para negociar (abandonar la lógica del "tú o yo"), su tolerancia, su voluntad de aceptar la pluralidad política decretada por los electores; pero también lo es que cualquier reforma que no cuente con el consenso resultará una costosa imposición. El hecho de que ya se hable de pactos y acuerdos parece expresar que hemos empezado a conjugar los verbos de la democracia... Y eso es un buen augurio.
Vale recordar que cuando se habla de un "pacto político nacional" no se habla de treguas o armisticios, ni de renunciar a la crítica o a la competencia política, sino de ponernos de acuerdo acerca del rumbo de la nación, acerca del futuro que queremos construir y que no podemos dejar a la buena voluntad de un solo hombre.
Hace ya varios años que diversos actores -el SNTE lo hizo hace siete años- hemos pugnado por un nuevo acuerdo político que sirva como plataforma ineludible en la construcción de un nuevo país. Esta vez las condiciones parecen propicias para un avance. De todos nosotros depende que así sea.
Las urnas del 2 de julio de 2000 nos colocaron apenas a la mitad de la transición. Hoy le toca a los actores políticos (partidos, Presidencia de la República, Congreso de la Unión y congresos locales, organizaciones ciudadanas, sindicatos, etcétera) conducir nuestra transición a la otra orilla, la de la consolidación democrática.