domingo Ť 8 Ť julio Ť 2001

 Guillermo Almeyra

La democracia en Cuba

Antes que nada, dos reflexiones. Cuba no está en Marte sino en América Latina, región donde la democracia por lo general ha brillado por su ausencia y en ningún país -salvo Uruguay- la población ha tenido un mínimo de ejercicio democrático. Por lo tanto, se aplica a Cuba lo de que quien esté exento de pecados tire la primera piedra... La segunda es que la experiencia cubana no se ha desarrollado en una probeta sino en un pequeño país, carente de materias primas, situado en la frontera de Estados Unidos -y los mexicanos saben lo que eso significa-, sometido a un bloqueo que lleva más de 40 años y que ha buscado construir su independencia en medio de una durísima lucha de clases a nivel nacional e internacional, que puso al mundo al borde de una guerra nuclear y obligó a la isla a dedicar una parte enorme de sus escasísimos recursos a preparar su defensa y a construir un aparato militar-policial desproporcionado.

Después, podemos criticar lo mucho de erróneo y nocivo para el pueblo cubano que vemos en el gobierno de Fidel Castro. En primer lugar, el típico caudillismo latinoamericano, que lo convierte en un ser que está en todo, sabe todo, decide todo, no delega nada incluso a costa de su sueño y de su salud, y concentra todo el poder, alejando de la cercanía del mismo a quienes pudieran hacerle sombra, por su prestigio o su capacidad.

Esa característica impide contar con asesores capaces -porque los mismos deben decir también que no ante propuestas impracticables-, e impide igualmente preparar la sucesión del Líder en condiciones normales pues el caudillo, en cualquier país, sólo confía -parcialmente- en sus parientes y compadres.

La segunda lacra es que, debido al caudillismo, el ascenso cultural y técnico indiscutible logrado por la Revolución ha convertido a los cubanos en los latinoamericanos mejor preparados para enfrentar los efectos de la mundialización pero los ha mantenido sin embargo en el estado casi infantil de súbditos sin convertirlos en ciudadanos. La enorme capacidad creativa y la cultura de los cubanos es contenida y expropiada por la capa de plomo de la burocracia del régimen, alentada por el centralismo castrista.

Es lógico, en cualquier país, que si muere el presidente se haga cargo del gobierno el vicepresidente. Lo que es menos lógico es que, a medio siglo de la liquidación de la dictadura batistiana, el presidente siga siendo el mismo y el vicepresidente sea su hermano, como si en Cuba no hubiera otros hombres capaces. La base de esta anomalía es simple: los que hablan en nombre del pueblo cubano lo menosprecian. Además, se basan en la idea -estalinista- de que representan a la clase obrera, la cual sólo tendría un partido, y que la unidad nacional exige también un partido único y una dirección única del mismo, o sea, ellos.

Ahora bien, la clase obrera es aún más heterogénea que la capitalista y, por consiguiente, tiene muchas representaciones políticas, culturales, religiosas, y la unidad nacional es un resultado del consenso logrado en la discusión libre de las ideas y en el proceso de enfrentamiento entre los diferentes proyectos y la experiencia, y un partido único con una dirección eterna es una aberración insostenible, porque corrompe a los de arriba y a los de abajo.

Queda el problema de por qué el ex líder estudiantil del partido Ortodoxo -nacionalista y guiado por la acción, no por las ideas-, el pragmático Fidel, mantuvo nacionalismo y pragmatismo pero los bañó en la corrosiva salsa ideológico-organizativa del estalinismo. No fue, a mi juicio, porque en los años cincuenta para muchos, como el Che mismo, la Unión Soviética mantenía el prestigio ganado derrotando a los nazis y el estalinismo parecía eficaz y antimperialista -no era ninguna de las dos cosas- de modo que muchos nacionalistas se hicieron nacional-estalinistas por razones de Estado. Ese factor, sin duda, existió. Pero los gobiernos de Perón, quien era anticomunista, eran igualmente centralistas, igualmente burocráticos, igualmente caudillistas y antintelectuales que el castrismo.

El caudillismo es, por consiguiente, el problema central y la traba principal a la democracia. Mientras que la plena y más libre participación popular, el pluralismo político, la libertad de prensa, de crítica, de investigación, por el contrario, son la base más sólida para la resistencia al imperialismo, para la independencia, para la modernización mediante la creación de una real ciudadanía.

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