Castigar o reducir el daño
LAS ADICCIONES
Por Guillermo Aureano
Por más sorprendente que pueda resultar, los acuerdos internacionales no incluyen ninguna definición de las drogas, pues es precisamente lo que prohiben. Se limitan a afirmar que son "estupefacientes" o "sustancias psicotrópicas" aquellos fármacos que aparecen en las no menos famosas listas anexas. Esto quiere decir que será una droga (sujeta a un régimen de regulación estricta), toda aquella molécula que las autoridades competentes decidan calificar como tal. Al adoptarse los acuerdos, no se tomaron en cuenta la toxicidad, la tolerancia, el síndrome de abstinencia y el riesgo social, que la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) había propuesto como indicadores para definir lo que es una droga. Y eso se entiende: resultaba imposible hacerlo. Tomemos por caso ejemplos muy claros. Hubiese sido muy difícil, apoyándose en dichos indicadores, prohibir de modo radical la marihuana y el LSD, dejando fuera, al mismo tiempo, al alcohol, la nicotina y la cafeína. Esto por no hablar de otros olvidos oportunos, sólo corregidos cuando eran ya excesivas las evidencias en contra, como ocurrió con las anfetaminas y las benzodiacepinas, durante algún tiempo presentadas por los laboratorios farmacéuticos como modernas panaceas, cuando en realidad sólo lo fueron para sus propias arcas.
Aparece aquí un círculo vicioso, de los
varios que proliferan en este campo. Algunas drogas han sido así
prohibidas porque se les considera adictivas, y son adictivas porque así
lo ha establecido la autoridad que las prohibe. No se trata de una clasificación
científica sino de un simple acto de poder, pues el criterio que
permite distinguirlas es la "autorización legal". Esta extraña
racionalidad implica que uno puede embotarse con fármacos, siempre
y cuando estén recetados. En ese caso uno sólo los estará
usando. Pero no puede probar ocasionalmente sustancias mucho menos tóxicas,
pues lo suyo será abuso y, como tal, sujeto a castigos, curas forzadas
y discriminaciones varias.
Señalar, clasificar, penalizar
Sin ruborizarse, los epidemiólogos invierten la lógica. En lugar de investigar la trayectoria de un número significativo de individuos que toman la droga considerada "de iniciación" y verificar si ésta los ha llevado a consumir otras, se contentan con preguntar a los usuarios institucionalizados con qué sustancia ilegal debutaron su loca carrera. Prevalece de esta manera una visión desesperada del consumo de las drogas, basada en supuestos que niegan a los pacientes las dos principales características de los ciudadanos en un régimen democrático: la racionalidad y la autonomía. A distintas sustancias, inertes, se les atribuye la capacidad de despojar, a quienes las consumen por libre decisión, de estas dos facultades esenciales de la personalidad de todo adulto. Este supuesto se apoya en otros dos que los hacen irrecusables. Por un lado, la cura total es considerada improbable: el toxicómano lo es para toda la vida y la abstinencia resulta siempre temporal, pues siempre existe la amenaza de una eventual recaída. Por otro lado, se dice que aquel usuario que afirme controlar el consumo es quien más ayuda necesita, pues se encuentra en una etapa "de negación", considerada infinitamente peligrosa. En realidad, el peligro reside en el hecho de que el paciente "negacionista" desmitifica las verdades sobre la adicción que sostienen los terapeutas y otros expertos que viven de ellas.
Es justamente para revertir esta situación, para
empujar a tomar las riendas de su vida a quienes durante años han
sido tratados como personas incapaces, que surgieron los programas de "reducción
de riesgos (o daños)", los cuales brindan a los usuarios los medios
para vivir "normalmente", lejos de los circuitos ilegales a los que irremediablemente
los condena la prohibición. Para sorpresa y desasosiego de la "vieja
guardia", los usuarios adoptan conductas responsables cuando disponen de
los medios necesarios y se les deja de perseguir e infantilizar. En efecto,
la incorporación del uso recreativo de drogas a las políticas
de salud está íntimamente ligada al éxito que tengan
los programas de reducción de daños en acabar con las ideas
preconcebidas sobre la adicción y los adictos, en especial con las
que permiten infundir miedos irracionales sobre todos los tipos de consumo.
La racionalidad holandesa
Consideremos el caso de Holanda, país pionero en estas cuestiones. A partir de la presión de las asociaciones de usuarios de drogas por vía endovenosa, la reducción de riesgos es lo que orienta hoy el conjunto de políticas públicas en materia de drogas. Si la primera meta sigue siendo prevenir el uso, el gobierno holandés acepta la complejidad de sostener un "doble discurso" y la necesidad de alentar a aquellos que, pese a todo, consumen drogas a que lo hagan del modo menos riesgoso posible. Para ello ha instrumentado una serie de medidas legales o de facto que apuntan a alejar a los usuarios del mercado negro y a evitar la estigmatización. Esto último es particularmente importante en el caso de los heroinómanos, a quienes no sólo se ayuda a preservar la salud sino a reintegrarse en la sociedad.
A este proceso innovador lo enmarcan reglas muy claras,
lo que refuerza la decidida intención de tratar a los consumidores
como personas responsables de sus actos. Son conocidas las disposiciones
principales: distinción entre drogas duras y blandas, limite claro
entre tenencia para uso personal y para tráfico, despenalización
de facto de la tenencia para uso personal. A esto se suman medidas netamente
pragmáticas, que le dan sustancia a las anteriores: aprovisionamiento
legal de drogas blandas (coffee shops), análisis gratuito de las
drogas compradas en la calle y una red asistencial de prevención.
¿Cómo crear un toxicómano?
El toxicómano, blanco privilegiado de las investigaciones epidemiológicas, de la acción policial y del aparato judicial, no surge de la nada. Aparece allí donde existe un dispositivo institucional que identifica primero, luego condena y por último reprime ciertas conductas. No es tal vez exagerado decir que si los procedimientos de identificación y reeducación no existiesen, tampoco existirían los toxicómanos. Los usuarios serían entonces otra cosa que los temibles personajes a los que hoy pueden atribuírseles los rasgos más disímiles: anomia e irracionalidad, cuando se habla de su integración social; sagacidad y "espíritu emprendedor" al hablar de su tendencia al proselitismo y a la delincuencia. Se olvida además, muy convenientemente, que el marco político-legal en el que están obligados a moverse determina muchas de sus actitudes, empezando por la violación de la ley cada vez que compran o se encuentran en posesión de una droga. Del mismo modo, el abandono sanitario en que se les deja, los empuja a correr riesgos innecesarios, como el compartir jeringas, que los especialistas --haciendo caso omiso del contexto-- no dudan en considerar un signo de tendencias autodestructivas. ¿Cómo serían, estos toxicómanos supuestamente inválidos, peligrosos y suicidas si tuviesen libre acceso a los productos que desean consumir, a los implementos afines y a las informaciones necesarias para saber cómo cuidarse? ¿Qué ocurriría si los expertos, jueces y terapeutas no asociasen de modo casi automático uso de drogas y peligrosidad, delito y muerte? Estas preguntas, en los países latinoamericanos, siguen siendo casi impensables.
La ausencia de responsabilidad política agrava esta situación. No se conocen casos de políticos y funcionarios a los que se les haya exigido rendir cuentas por los efectos negativos de los programas antidrogas que diseñan o implementan, cuya única finalidad, muy a menudo, es conservar un puesto, granjearse el reconocimiento de sus pares estadounidenses o explotar las demandas sociales de mayor seguridad proponiendo soluciones represivas. Las consecuencias de sus acciones y omisiones no son nada despreciables. Van desde la congestión de los tribunales por causas menores hasta la diseminación del VIH y las hepatitis, pasando por otros fenómenos de importancia, como la corrupción policial, la promulgación de leyes de dudosa constitucionalidad, la incitación a la intolerancia colectiva y la difusión de datos falsos e informaciones capciosas.
Es difícil pensar que, en ausencia de estas condiciones,
los consumidores --crónicos o no-- puedan inventar nociones que
los liberen del registro en el que se intenta constantemente encerrarlos,
los deseos imperiosos, las tendencias suicidas y una amoralidad irrenunciable.
Inventar nuevas nociones significa quitarle al uso de drogas todos los
sentidos que se le han atribuido, incluso el de ser un signo de glamour
o rebeldía. Implica también pensar en los fármacos
de un modo totalmente diferente, como un medio para procurarse ciertas
sensaciones y nada más. Su uso no permitiría entonces redefinir
de manera radical la identidad de los individuos. Incitaría más
bien a adquirir y transmitir conocimientos sobre las drogas, la exactitud
de las dosis, las modalidades de consumo menos riesgosas y, sobre todo,
a determinar las situaciones y momentos en las que resulta propicio utilizarlas.
Pero no hay que engañarse. Este saber y su lenta elaboración
son por ahora una utopía. Mientras las políticas antidrogas
provoquen las conductas criticadas (violencia, propagación del VIH
y las hepatitis, intoxicaciones), mientras los usuarios no tengan acceso
legal a los productos, no dispongan de medios sanitarios eficaces y sigan
siendo amenazados por la represión, los prejuicios sobre la toxicomanía
y los toxicómanos seguirán firmes, erigiéndose como
un telón de fondo insidioso, listo para envolver a cualquier consumidor,
poco importa el modo en qué utilice las drogas prohibidas. Todo
esto permite afirmar que de no mediar un proceso amplio y sincero de "desdramatizacion",
el uso recreativo de las drogas no tiene futuro social: está condenado
a ser una exquisitez para pocos, aquellos que por su situación social
tienen acceso a informaciones objetivas y están al abrigo de las
persecuciones policiales, de las incertidumbres, y de los riesgos de comprar
drogas en la calle.
Versión editada de la ponencia "Uso recreativo de drogas ilícitas: una visión política", presentada en el VI Congreso Latinoamericano de Ciencias Sociales y Salud. Lima, Perú. Junio de 2001.
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