JUEVES Ť 5 Ť JULIO Ť 2001
Olga Harmony
La caída de un alfiler
Héctor Mendoza parece estar buscando el significado último de las cosas, otra realidad más allá de la que conocemos, en donde ''lo imposible se puede volver posible". Siendo el notable hombre de teatro que es, vuelca en los escenarios esa búsqueda interior, sin asomos de misticismo, sino apoyado en elucubraciones científicas muy actuales, en una nueva serie temática que se inició con De la naturaleza de los espíritus y se continúa en La caída de un alfiler. Este nuevo texto suyo es, para mí, mucho más difícil de desentrañar como propuesta y va más allá de una historia que mantiene siempre la atención del espectador a la espera de lo que pueda ocurrir, y de los diálogos finamente ingeniosos que son constante del autor. Intentaré, empero, compartir con mis posibles lectores lo que pude vislumbrar.
A primera vista, la acumulación de hechos insólitos en dos historias paralelas en un mismo lugar y tiempo, con la presencia extraña del atildado y bello Miguel Angel, parece excesiva. La vieja historia de los gemelos Pedro y Pablo, con su cuestionamiento de cuál es el que ostenta la marca de Caín; el muñeco de ventrílocuo que se anima y la inocente bruja cuyo hechizo da un sorprendente resultado, obedecen (y hay que recordar que Mendoza es uno de nuestros sabios teatrales, incapaz de escribir algo sin un propósito) a una idea predeterminada, una especie de magia que existe en esa cocina donde se suceden los acontecimiento o, como dice uno de los personajes, a un nuevo pliegue del universo que en ella se da. Me resulta muy difícil, dada mi incredulidad esencial y mi absoluta falta de conocimientos científicos, seguir a Héctor en esta línea, aunque me parece muy agradecible que trate de compartir con todos nosotros su viaje interior y que lo haga desde la más pura teatralidad.
En esa cocina en apariencia muy real, y lo es amén de ser resquicio de lo misterioso -diseñada por Eloise Kazan- suceden acciones más dramáticas que escénicas, es decir, más a base de diálogos que de movimientos de los actores. Esto es en sí mismo una dificultad para un director que se inicia, porque el trazo ha de ser muy contenido y casi imperceptible, siempre muy natural y en apoyo de la palabra. Al mismo tiempo las actuaciones, como siempre que se muestran hechos que escapan a la experiencia cotidiana, serán en contraste muy naturales y realistas. Las dos grandes tentaciones para un principiante (mucho movimiento escénico y cualquier clase de estilización, dada la índole de la historia) han sido evitadas por Rodrigo Mendoza. En momentos en que todo mundo parece querer dirigir teatro y, lo peor, consigue espacios a pesar de su demostrada inexperiencia, muchos temimos que el joven músico pudiera dar otra muestra de ineptitud.
Todo lo contrario, y salvo algún detalle como permitir que los actores caigan a veces en el grito, Rodrigo ha hecho una muy prometedora primera dirección. Hay que advertir que su padre y autor del texto, el maestro Héctor Mendoza, ni siquiera se apareció en ningún ensayo y dejó muy libre a su director. Pero es indudable que éste aprendió observando de toda la vida y ahora aplica con buen éxito la lección. Dirige con mano segura a un excelente reparto encabezado por su hermano Hernán Mendoza, que una vez más demuestra sus dotes de actores en el papel, el que tiene más matices, del ventrílocuo Demetrio. Erika de la Llave en Alicia, personaje cuya reacción final no me queda del todo clara -y lo extraño en el creador de caracteres femeninos que es Mendoza-. Esteban Soberanes bien, aunque no brillante en Pedro y en Pablo: Roberto Soto enigmático y al mismo tiempo natural como Miguel Angel; la excelente Emma Dib algo desperdiciada como la bruja Norma y Fernando Escalona muy gracioso como Mr. Esmart.