jueves Ť 5 Ť julio Ť 2001

Soledad Loaeza

Deber de memoria

La insistencia de algunos miembros del gobierno del presidente Fox en crear comisiones de la verdad que revisen el pasado no está inspirada únicamente en un ánimo punitivo y reivindicador. La propuesta tiene otras intenciones políticas inocultables y de más largo alcance. En primer lugar, los foxistas revisionistas están buscando imprimirle a la victoria de Vicente Fox la pasión que hasta ahora le ha faltado al proceso de cambio mexicano y que, creen, les permitiría galvanizar el apoyo casi íntimo de una población horrorizada ante los crímenes del pasado y agradecida y sumisa frente a su redentor; de lograrlo, el grupo y su líder adquirirían un sentido y una densidad históricas alternativas a lo que ofrece Acción Nacional y que, por lo visto, les parece insuficiente. Así pues, no se trata sólo de encontrar a los culpables de distintos actos de represión para castigarlos, y tal vez con ello resarcir a sus víctimas, cuyo destino también sería aclarado; tampoco se busca una reconciliación nacional que hasta ahora parece innecesaria, simplemente porque los antagonismos políticos en México no alcanzaron ni la profundidad ni las dimensiones que rodearon, por ejemplo, a las dictaduras latinoamericanas. De ahí que la propuesta sea ella misma materia de disputa, y que de ponerse en práctica genere enconos y enfrentamientos.

George Orwell escribió que quien poseyera el pasado, cuyo símbolo en México hoy parecen ser los archivos del Cisen, sería también el dueño del presente y del futuro. Lo que buscan los foxistas revisionistas es lo mismo que todo vencedor: definir la Verdad, para de ahí reescribir una historia a modo y asegurar la prolongación de su victoria con el argumento de que el 2 de julio del 2000 también triunfó la Verdad. No obstante, lo único que podemos esperar de cualquier comisión de la verdad que se establezca es el veredicto parcial de los vencedores sobre los actos de quienes los antecedieron en el poder: los vencidos de hoy. Así, tendremos una nueva historia oficial para remplazar a la anterior.

Para que esto no ocurra, para que el proyecto de los revisionistas no sea apenas un ejercicio partidista, tendríamos que recordar muchas más cosas de lo que proponen. Por ejemplo, a todos los desaparecidos de los años setenta: a los que se esfumaron sin huella en las tenebras de la Dirección Federal de Seguridad, y a quienes murieron a manos de la guerrilla. Podríamos distinguirlos separando a los mártires -aquéllos que en defensa de su causa pudieron elegir entre la vida y la muerte- de las víctimas -que son aquéllos que, en cambio, no tuvieron opción, murieron porque se le cruzaron a los mártires en el camino. A muchos les costará trabajo admitir que el industrial regiomontano Eugenio Garza Sada, quien murió en 1973 en un atentado de la Liga 23 de Septiembre, fue una víctima, aunque así sea; también lo fue el tapatío Fernando Aranguren, que poco tiempo después fue secuestrado y ultimado por el mismo grupo. En este ejercicio de memoria al que invitan los revisionistas es inevitable pensar en el filósofo Hugo Margáin Charles, quien desapareció en septiembre de 1978 en el estacionamiento de la Facultad de Filosofía de la UNAM, cuando se resistió al intento de secuestro de un comando de la Liga. Su cadáver fue localizado unas horas después en un terreno baldío en Chalco. Sabemos que su muerte fue una pérdida irreparable; pero todavía no sabemos si sirvió a causa alguna, porque ha quedado en la memoria como una muerte del todo injusta e injustificable. Así que para que la reconstrucción del pasado que ambicionan los foxistas cumpla en forma cabal con el deber de memoria que se ha impuesto como parte del ejercicio democrático del nuevo siglo, también habría que emprender la revisión de la historia de la guerrilla urbana en México, de sus ideales, de sus equivocaciones, del proceso de descomposición interna que también produjo muchos muertos, pero sobre todo de sus métodos. De hacerlo, es muy probable que nos topemos con más de una sorpresa, incluso para los nuevos tiempos.

Una de las grandes innovaciones políticas del último tercio del siglo XX ha sido el arrepentimiento público de líderes de países e instituciones por crímenes cometidos en el pasado. Desde Willy Brandt, el canciller alemán que en 1970 se arrodilló frente al monumento conmemorativo del ghetto de Varsovia, hasta el papa Juan Pablo II, que ha pedido perdón en más de veinticinco textos por los excesos cometidos por la Iglesia desde las Cruzadas hasta la segunda Guerra Mundial, pasando por los indios americanos y Galileo, las revisiones del pasado forman parte de la democratización del poder. No obstante, no son un grito de batalla, sino un llamado a la reconciliación.