Ť Pedro Miguel
El paraguas de Bush
El actual presidente de Estados Unidos revivió este proyecto de su abuelo político, Ronald Reagan, y causó un revuelo considerable del otro lado del Atlántico. EL aprendiz de brujo que ocupa la Casa Blanca logró lo que no se había visto en los tiempos del comunismo viejo y de la soberbia independentista francesa: un frente común de los presidentes de Rusia y Francia contra una propuesta de Washington, en este caso, el escudo antimisiles, reedición de la malograda Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE) de los años ochenta y que consiste, básicamente, en fabricar un paraguas de alta tecnología contra misiles balísticos.
En tiempos de Reagan la idea podía tener sentido desde un punto de vista estratégico, aunque fuera políticamente contraria a la distensión, porque Estados Unidos tenía enfrente a un rival directo, armado con varios miles de cohetes atómicos intercontinentales apuntados a territorio estadunidense. Era, sin embargo, un proyecto poco realista en los ámbitos tecnológico y económico. El fin de la URSS, ocurrido hace diez años, le dio la puntilla.
Hoy, el escudo antimisiles tal vez no sea una quimera tecnológica o un disparate económico, pero en términos estratégicos es una desproporción paranoica: Francia e Inglaterra no tienen previsto, que se sepa, bombardear la Unión Americana; Rusia ha dejado de ser el Imperio del Mal para convertirse en un imperio de la mafia -uno de tantos-- que ni de lejos constituye una amenaza para Estados Unidos, no sólo porque la rivalidad ideológica y política ha fallecido sino porque los arsenales atómicos heredados de la Unión Soviética son, en su mayor parte, un montón de chatarra oxidada; China no desea lanzar sobre territorio estadunidense misiles nucleares, sino baratijas de a dólar de las que producen masivamente sus campos de esclavos; en cuanto a los actuales enemigos mortales de Washington --Corea del Norte, Irak, Irán, Libia, más el que se acumule esta semana--, ninguno de ellos ha logrado crear bombas atómicas y su desarrollo de tecnología de misiles consiste en jugar con algunos diseños soviéticos de hace medio siglo (como los tristemente célebres Scud de Sadam Husein) que no ponen en peligro más que a las poblaciones de esos países y, a lo sumo, a algunos de sus vecinos más cercanos; el escudo antimisiles no serviría tampoco ante los Estados que entraron por la puerta de atrás al club atómico -Israel, India y Paquistán-- por el simple hecho de que jamás se han propuesto disputarle a Washington su predominio mundial; las obsesiones bélicas de estos tres son meramente regionales.
Pero si el actual gobierno estadunidense persiste en desarrollar el escudo antimisiles este panorama apacible en lo que a amenazas nucleares se refiere podría alterarse de manera brusca, toda vez que induciría a Rusia y a China a retomar la carrera armamentista del siglo pasado y a producir, con poco dinero, artilugios capaces de perforar el paraguas balístico de Estados Unidos: cohetes con ojivas múltiples (MRV) y misiles crucero difícilmente detectables.
Jacques Chirac, Vladimir Putin y el sentido común señalan, con razón, que la manera más eficaz de garantizar la seguridad de las potencias atómicas es persistir en los esfuerzos de desarme y de no proliferación. La Casa Blanca ha decidido romper con esa lógica, y cabe preguntarse en qué medida la determinación refleja los compromisos inconfesos de Bush y de Richard Cheney con la industria militar de su país, y en qué medida es una expresión de la paranoia estratégica del segundo y del machismo texano del primero.