martes Ť 3 Ť julio Ť 2001

Alberto Aziz Nassif

Dos de julio, un año después

Al filo de las 3 de la tarde del 2 de julio de 2000 empezaron a circular, de forma muy restringida y en voz baja, los primeros resultados de encuestas de salida y la noticia era: Vicente Fox tiene una ventaja de entre ocho y 10 puntos sobre Francisco Labastida. En el Instituto Federal Electoral (IFE) la agenda del día transcurría con puntualidad: el IFE tenía el control casi total de las elecciones y los problemas eran menores, prácticamente inexistentes; su sistema de información le permitió localizar y resolver las irregularidades. El logro era significativo, unas elecciones competidas, transparentes y alternancia en el poder.

Las versiones preliminares se confirmaron más adelante en las transmisiones de televisión. A las 8 de la noche un cintillo en las pantallas chicas de una empresa de televisión corrió el resultado de su encuesta de salida, Fox estaba adelante, la victoria parecía inminente y los medios de comunicación empezaron a manejar la nota del triunfo de Fox. A las 10 de la noche el presidente Zedillo confirmó la noticia; minutos después los candidatos perdedores hicieron lo propio y el ganador empezó a hablar desde otro lugar social, la campaña había terminado. El país miraba de frente un día histórico, después de 71 años de un solo partido en el poder, finalmente, con el anuncio del siglo xxi, llegaba a México la última pieza de su cadena de alternancia: la Presidencia de la República.

Cuando despertamos el 3 de julio de 2000 el dinosaurio ya no estaba, sólo habían quedado partidos políticos. No tardaron en empezar los reacomodos, el espectáculo más impresionante quedó a cargo del PRI. Comenzó la cacería de brujas, el linchamiento al presidente Zedillo, los arrebatos de los grupos para quedarse con el aparato; alguien tenía que pagar los platos rotos, muchos cobraban las facturas, pero no había nadie que quisiera pagarlas. Perder la Presidencia fue un golpe seco y contundente al corazón del poder priísta. Sin embargo, en el Congreso el PRI no quedó desvalido, obtuvo 42.2 por ciento de los diputados y 46.8 por ciento de los senadores. Esto significaba capacidad de vetar y negociar cualquier proyecto legislativo. Los que perdieron no quedaron maltrechos, sino en posición privilegiada para ser oposición o gobierno.

El tercer lugar, el PRD, se quedó con su voto duro, sus votantes históricos, sus poco más de 6 millones de sufragios. Perdió importantes posiciones en el Congreso, en el que sus integrantes tuvieron una disminución considerable de 125 a sólo 50 diputados; su triunfo importante fue retener el Distrito Federal, a pesar de que perdió algunas delegaciones y la mayoría en la Asamblea Legislativa. Con esta posición, la segunda en visibilidad del país, quedó también con una considerable capacidad de oposición al gobierno federal.

El partido que ganó la Presidencia tendría dos obstáculos de entrada: no logró tener mayoría en el Congreso, se quedó con 41.2 por ciento de los diputados y 35.9 por ciento de los senadores; y además, desde los primeros días se hizo patente el laberinto de tensiones que habría entre el Presidente y su partido. Los grupos dominantes del partido, no serían los grupos dominantes en el gobierno. El primer gobierno de alternancia sería dividido. Los que ganaron tenían sólo una parte de las canicas, y no podrían sacar adelante su proyecto sin lograr el consenso de los que se perdieron.

Después del 2 de julio pasaron cinco largos meses para que el gobierno tomara posesión. Entre julio y noviembre hubo de todo, pero tal vez, la mejor parte de ese periodo fue el trabajo de las mesas de la reforma del Estado que integraron un equipo plural de más de 150 personas, y que presentaron un proyecto de cambio institucional, pero paradójicamente fue ignorado por los partidos y por el Congreso. Hace poco el secretario de Gobernación propuso algunos proyectos de reforma (relección legislativa, información transparente), con lo cual se regresa a la vieja lógica de parchar y no presentar un proyecto integral.

Un año después del 2 de julio de 2000 queda más o menos claro que la ruta de la transición puede tener muchos rumbos, que los mapas para cruzarla pueden ser sólo buenos deseos y expectativas y que la tarea de gobernar en nuestro sistema de democracia incipiente es exponencialmente conflictiva, como hemos visto desde el 1o. de diciembre pasado. El sistema político que surge con la alternancia está impregnado del pasado, no existen los incentivos para hacer una transformación constitucional, no se ha logrado hacer un pacto político entre las fuerzas políticas y las decisiones del gobierno se tropiezan cotidianamente con las inercias de viejo régimen.