José Blanco
Qué año
La noche del 2 de julio de 2000 se asemejó a un vago sueño inverosímil: imposible procesar los acontecimientos al ritmo que se sucedían ese día síntesis. El gobierno del PRI parecía parte de la naturaleza de las cosas y, como de pronto, un alud colosal de imágenes de vértigo parecía transmutarlo todo. Todos éramos nuevos desde ese día.
El gobierno electo comenzó a actuar entonces de manera extraña. El estilo, las formas, las personas, las decisiones, todo era entre ajeno y excepcional. En todo caso harto diferente a lo que cualquiera había visto siempre. La novatez del gobierno era más que evidente, pero esto a nadie podía sorprender. El presidente Fox dijo, después del 2 de julio, que desde ya iríamos sabiendo quiénes serían las cabezas que lo acompañarían en la responsabilidad del gobierno: el gabinete sería decidido a ojos mismos de la ciudadanía. Pero las cosas no fueron así; hubo de terminarse el semestre previo a la toma de posesión para que nos enteráramos de quienes formarían el gabinete. Y esta contradicción comenzó a repetirse cada vez con mayor frecuencia. El presidente electo decía que las cosas serían así; pero luego decidía que las cosas serían asá.
Es claro, ello era producto de la inexperiencia plena y con copete de todo el equipo de gobierno. Fox pensaba que algo debía ser de este o aquel modo y, pronto, su propia lectura de la política le aconsejaba hacer las cosas de manera distinta. Por supuesto, nadie nace con experiencia, pero este conflicto entre el decir y el decidir se alargó al semestre que lleva Fox en el ejercicio del poder. Probablemente cualquier ciudadano esperaría que el Presidente no diga nada más hasta que sepa a las claras cómo ha de decidir.
Pero el asunto va más allá. El Presidente se expresa a todas horas como cualquier hijo de vecino. Y, todo indica, ello es parte de su estrategia de comunicación. La espontaneidad, la frescura, la naturalidad, son distintivos de gran valía en cualquier persona. Y esto es lo que parece poner en juego el Presidente al plantarse frente al público, ya directamente, ya a través de los medios para, entre otras cosas, ser definitivamente distinto al hierático estilo del presidencialismo priísta. Pero Fox no parece tomar en cuenta que él no es cualquier persona; que cuando el Presidente habla, en todo momento y ocasión hace definiciones políticas, sea o no éste su deseo. Por esa razón no es libre de opinar a diestra y siniestra en cualquier parte; porque genera reacciones políticas diversas que, mil veces, no hacen sino enrarecer el turbio ambiente político en que de suyo vivimos. Por esa razón, no puede decir, por ejemplo, que hay o que no hay recesión, opinando como lo haría cualquiera en un café. Tiene que hacerlo sobre la base de una definición técnica rigurosa. Un "atorón" no significa nada en economía.
Cuando la cabeza del gobierno habla del modo como criticamos, ocasiona problemas de comunicación con sus interlocutores, en primer lugar con los miembros del Congreso de la Unión, porque éstos no pueden saber si se trata de un decir por decir, o es una toma de posición política sobre el asunto abordado. Cuántas veces, candorosa o maliciosamente, este o aquel diputado ha tomado como severa definición política algo que en Fox no era sino chacoteo circunstancial. Esta es una parte no despreciable de los problemas que hoy existen para procesar los acuerdos políticos que urgen a este país.
En tanto, la oposición -incluida una parte del propio PAN-, ha estado en la más ruin de las posiciones: dedicada a echarle a perder la fiesta a Fox, impulsada frecuentemente por mezquinos intereses políticos personales y partidistas. Lo mismo con la ley indígena, que con la reforma tributaria, que con la reforma del sector eléctrico, la oposición ha colocado el interés nacional absolutamente al margen de su propio interés egoísta.
El presidente Fox no ha hecho gran cosa por procesar adecuadamente sus iniciativas en el Congreso, pero ello como argumento de la propia oposición suena a cinismo bellaco y abyecto: como Los Pinos no me han convencido políticamente, como es debido y a mi gusto y merecimientos, que el país se hunda. Hace 40 años que la reforma tributaria debió ser votada e instrumentada en este país, pero los señores diputados se dedican a cicatear espacios de poder al Presidente, no sea que continúe alta su popularidad.
Pero lo peor fue el comienzo. La aprobación de la ley Cocopa habría creado un ambiente de enorme positividad política en la nación y, en ese marco social, pudo discutirse y aprobarse una pronta reforma hacendaria que empujara el desarrollo del país. La oposición prefirió una roñosa y rapaz aprobación de una ley recortada con miopía política tercermundista, no fuera a convertirse en un triunfo de Fox, lo cual llevó a la República al filo del pesar y la desesperanza. Qué año nos ha obsequiado la clase política.