Lunes en la Ciencia, 2 de julio del 2001
La amenaza nuclear Antonio Sánchez Ibarra El espectro de una guerra nuclear, si bien parece dormido, retorna con toda su fuerza ante la actitud de la nueva administración del gobierno de Estados Unidos en su reciente conflicto con China, ante el propósito de desconocer tratados sobre armas atómicas y, sumándose a ello, un anuncio reciente del Pentágono en cuanto a volver una prioridad el espacio para propósitos militares. Durante casi una década, a partir de la desaparición de la Unión Soviética, el peligro de una confrontación nuclear llegó a su mínima expresión, aunque no desapareció. Su existencia estriba en las miles de cabezas nucleares sembradas por las potencias atómicas o circulando en aviones y submarinos en redes logísticas que han continuado operando durante todos estos años. La atenuación del peligro no ha significado su desaparición. Los recientes acontecimientos llevan a recordar los riesgos de un conflicto nuclear. Los efectos de un eventual enfrentamiento no se limitan a los países en pugna, sino que son extensibles a todas las formas de vida existentes en el planeta. En la década de los ochenta, en pleno apogeo de desarrollo del proyecto popularmente conocido como "Guerra de las Galaxias", se llegó a plantear la alternativa de un conflicto nuclear "limitado", en el que no sería utilizado todo el poderío atómico, sino sólo el suficiente para doblegar al enemigo. Comenzando por establecer parámetros, una cabeza nuclear estratégica tiene un poder de dos megatones o el equivalente explosivo a dos millones de toneladas de TNT. Esto significa que una sola bomba nuclear representa todas las bombas detonadas durante la segunda guerra mundial. ƑCuántas cabezas nucleares existen? No lo sabemos, pues es difícil de determinar. Las últimas estimaciones señalaban 50 mil sumando las de todas las potencias. Este excesivo potencial es suficiente para destruir un millón de Hiroshimas. En una supuesta guerra nuclear limitada, morirían al instante no menos de mil 100 millones de personas. Otro tanto quedarían lesionadas y afectadas por radiaciones. Por otra parte, una vez desatado este infierno, las fallas en comunicaciones y logística no garantizan que tal guerra se mantuviera limitada. Quienes piensan que tal catástrofe se limitaría a los lugares donde las bombas fueran detonadas están muy equivocados. En un estudio ya célebre que realizaron en la década de los setenta R.P. Turco, O.B. Toon, T.P. Ackerman, J.B. Pollack y Carl Sagan, se demostró con base en estudios de las tormentas de polvo en el planeta Marte, extrapolados a una guerra nuclear en la Tierra utilizando 5 mil megatones, que el polvo y humo producido por las detonaciones e incendios se elevaría a la atmósfera provocando, en la medida que se dispersara por el planeta, una drástica disminución en la radiación solar, una caída en la temperatura y una expansión del efecto radioactivo a todas latitudes. El invierno nuclear haría que la cantidad de luz al nivel del suelo fuera reducida a un porcentaje muy pequeño, mucho más oscuro al mediodía que durante una mañana muy nublada. Suficientemente oscuro para que las plantas no pudieran vivir de la fotosíntesis. La temperatura, por otra parte, caería al nivel de 25Ɔ centígrados bajo cero, aun cuando tal guerra ocurriera durante el verano. Para los sobrevivientes, las siembras y los animales de granja serían destruidos. A lo anterior habrá que sumar la lluvia radioactiva que en el hemisferio norte significaría una dosis mayor a los 250 rads y en el resto del planeta mayor a los 100 rads. Tales efectos, sin contar muchos otros, persistirían durante meses rompiendo cadenas ecológicas, ocasionando daños irreversibles a la atmósfera y dejando la mayor estela de destrucción en la historia de la especie humana: la última.
Los terrícolas no han dejado de ser rehenes ante la mayor muestra de irracionalidad existente en el planeta.
El autor es responsable del área de Astronomía del Departamento de Física de la Universidad de Sonora
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