LUNES Ť 2 Ť JULIO Ť 2001
Hermann Bellinghausen
El triunfo de la gracia
Por lo que veo y leo, podríamos pensar que el mundo es irremisiblemente feo. Pero los veleidosos, los crueles y los mediocres, las basuras de la miseria y los tensos cordones del dolor no logran tapar la belleza donde menos se le espera, y ya nada queda fuera de lugar.
En ocasión de las tres gracias en el Metro, camino a La Madelaine, un giro de tiempo abrió la espiral de la música: el tono límpido, mezzo-soprano, en un vagón como de juego, y después el coro grandioso en los túneles, los corredores de mosaico verde y azul, sobre la banda móvil y las escaleras eléctricas, flotando en el aire sin más motivo que estar siendo y ser posibles.
Antes que nombre tenemos su distinta cabellera. La pelirroja, tal vez teñida, con un dejo oriental indescifrable, deja de ser pasajera y entona espontáneamente una escala compleja y cristalina. El rechinar del tren de hierro repercute apenas. Silencio. La de blanca tez y cabello negro negro, en tono más soprano busca el cabo suelto de un aria y se extravía pajareramente sin dar con ella.
Silencio. La rubia, por así decir los matices solares de esa cabellera abundante de rizos casi rasta, extiende a la pelirroja el pañuelo blanco de sus cinco dedos a través del pasillo del vagón, abre la boca y de un aparente silencio submarino brota, paulatina, una voz como delirio húngaro, en qué lengua canta, pero qué armonía tenemos aquí, y las otras dos, sumándose más a un trío de cuerdas que a un coro, tocan el instrumento de sus gargantas sobrecogedoras.
Silencio. La por así decir rubia, Maddalena, estalla en alborozo ante la belleza de su propio canto y se golpea las piernas, y casi descalza baila sus sandalias colgantes en un frenético bamboleo que, siendo musical, en nada remite al canto que celebraba, sino a los ritmos negros de las modernas tribus babilonias.
Un joven las acompaña, el "amoroso" de Penitenza, la de pelo negro negro. Convidado de piedra o cómplice. Su hado defensor.
Las tres gracias bajan en Chatelet y se pierden en los túneles bajo las calles de París, los que van y vienen, y ellas no se pierden. Su canto resuena en las naves intrincadas de la estación. Múltiples y kilométricas correspondencias irradian al menos seis líneas distintas. En los planos, Chatelet parece un sol, una rosa de los vientos. Mon amie la rose, redijera la parisina egipcia Natacha Atlas.
A lo largo del túnel rodante, luz opaca, los rostros y frases de los afiches aplastan los muros sin fealdad manifiesta. Sonrientes, profesionales, sin mirar al público que contiguamente las rodea, las tres gracias se indican una escala de oratorio y rompen a cantar en dolce stil nuovo. La multitud, reposada y tibia en un vilo de día hábil y en horas de la tarde, qué inoportuna es siempre la felicidad.
La pelirroja, Gioventú salta sobre sus tenis acojinados, ulula sobria, como en drama de Judith perdonada y ella fuera la sierva enamorada de su ama.
Maddalena, Penitenza y Gioventú gobiernan los imanes del aire. Hacen música pura, regresan tal vez de un ensayo, pero se comportan traviesas, subversivas, insolentemente encantadoras. Quién como ellas que se saben más hermosas que un collar de estrellas. Reinas del instante, dueñas del Olimpo, ellos son oír Botticelli, similitud que se impone y no perdona.
Un complejo coro lighettiano, húngaras otra vez, pespuntea su abordaje al último vagón. Chaca-chaca los rieles tras engullirlas un hipo de puertas corredizas.
El pasaje va tan apretado que ellas no pueden mirarse, cogidas de los tubos, tambaleantes como todos, pero cantan y cantan y dulcifican la atmósfera, nadie las ve con los ojos pero todos sonríen tras que ellas. Consagración de la primavera del año 2001, interludio en París que bien vale una misa, reino de este mundo en vivo y primera persona, surtidor de cristales que pueblan de éxtasis gratuito los aires de un rumor espacioso, teatral y fino.
Flotan hacia la escala a la intemprerie con su canto curativo que calentó los corazones que la razón no entiende, y la Maddalena de Scarlatti, la por así decir rubia, jubilosa más allá de ningún rubor, da una última nota soterrada, líquida pero gruesa y a la vez leve, leve, y sus sandalias se evaporan sobre el escalón más alto, mas ya no hay silencio, nunca más, en los corazones que una tarde de mayo, no importa cuándo, no importa quién, no importa nada.