lunes Ť 2 Ť julio Ť 2001
Elba Esther Gordillo
La transición
Si la democracia es el medio para obtener el mandato del ejercicio del poder, los acuerdos políticos son la vía para que ella se traduzca en ventajas demostrables. Si antes las negociaciones, que siempre existieron, aun cuando en apariencia una sola persona decidía, eran las que hacían posible la operación del Estado, hoy ese mecanismo no sólo debe preservarse sino transparentarse...
El hecho de que un país como el nuestro, por el explosivo crecimiento demográfico y por el acelerado reacomodo poblacional entre lo rural y lo urbano, haya vivido en permanente evolución, no impide aceptar que la alternancia del Poder Ejecutivo que resultó de las elecciones federales del año pasado, confiere a este concepto una nueva dimensión.
Afirmar que el gobierno del presidente Vicente Fox es sólo parte de la transición, no implica ni el menosprecio de los méritos por los cuales obtuvo la victoria, ni un acotamiento a lo que se propone llevar adelante, sino aceptar que un cambio de tal magnitud reclama el rediseño de las instituciones del Estado que culmine en un nuevo régimen político, lo que se hace evidente cuando vemos cómo los grupos que detentan el poder han sido incapaces de convertir a la pluralidad de partidos, ideologías, actores, agendas y programas, en motivo de avance, llegando en cambio al extremo de que sirvan para lo opuesto, el desencuentro, la descoordinación y su lógica consecuencia: la incertidumbre.
Más allá de la luna de miel o de la estrategia de hacer explícitas las diferencias entre proyectos de nación, es necesario constituir los acuerdos que nos permitan aprovechar la nada despreciable circunstancia de no tener enfrente una más de las recurrentes crisis financieras que tanto daño nos han causado, y hacernos cargo de los costos que nuestra creciente vinculación con los mercados nos reflejan como desaceleración económica, cierre de empresas, desplome de la captación fiscal y pérdida de empleos.
Si admitimos que estamos en un proceso de transición, y que la condición para extraer de él todo su potencial depende de poner en operación los mecanismos para que todos puedan participar, y lo más importante, que todos puedan ganar, es poco probable que el fin de ciclo de la economía más poderosa del mundo derrote el esfuerzo que muchas generaciones de mexicanos han realizado a costa de un largo periodo de cancelación de expectativas y deterioro del nivel de vida. Es un hecho que el gobierno federal requiere del Congreso para hacer frente a la apremiante situación, como también lo es que los partidos políticos que a él asisten, responden a las prioridades de otros actores que participan en diferente niveles de gobierno y a las de diversos grupos de interés que reclaman también acuerdos con la Federación.
Si la democracia es el medio para obtener el mandato del ejercicio del poder, los acuerdos políticos son la vía para que ella se traduzca en ventajas demostrables. Si antes las negociaciones, que siempre existieron, aun cuando en apariencia una sola persona decidía, eran las que hacían posible la operación del Estado, hoy ese mecanismo no sólo debe preservarse sino transparentarse, ya que es ahí donde se cimentará el nuevo régimen.
No hay por qué hacer de la negociación algo vergonzante, sino la vía para que la política cumpla con su cometido. Con todo y que hay quienes descalifican esta opción, lo que en realidad están haciendo es despojarla de los instrumentos para traducir los principios en fines, ya que si bien se presume que las acciones de gobierno se traducirán en que los electores ratifiquen o rectifiquen el mandato entregado, es poco probable que éstos premien la cerrazón y la intolerancia, como seguramente tampoco se confundirán acerca de a quién deben qué. Apostar a que el fracaso de la gestión pública reorientará automáticamente las preferencias electorales es no sólo riesgoso, sino profundamente egoísta. La cultura política oposicionista, que sitúa su lógica en la denuncia del fracaso, debe caminar hacia la lógica de la transición, que es capaz de colocar los fines superiores del país por encima de cualquier disputa. Ť