JUEVES Ť 28 Ť JUNIO Ť 2001
Olga Harmony
El crepúsculo de la cigüeña
Como un homenaje a Seki Sano su discípulo Abraham Stavans escenifica El crepúsculo de la cigüeña, de Junji Kinoshita, única obra de un autor japonés que el director del mismo origen planeó montar en México, quizá porque su odio al Imperio que lo había desterrado de su país -al que nunca volvería- se había aminorado al desaparecer el Imperio mismo. Se sabe que era parte de un proyecto trunco, cuando creía por fin lograda su ansiada compañía estable en un teatro propio creado por él en lo que fuera la capilla abandonada de un predio privado, del que fue desalojado por no poder pagar la renta. El Teatro Coyoacán, ahora patrimonio de Sogem, se estrenó en 1963 con la reposición de La mandrágora, de Nicolás Maquiavelo y parecía cuajar un viejo sueño del maestro y director, quien resultó insolvente a pesar de que esperaba contar con un patronato. Quedaron como mero proyecto el texto de Kinoshita, Hedda Gabler, de Ibsen; Esperando al zurdo, de Clifford Odetts y otras obras que se suponía eran el plan de trabajo de un primer año de la compañía de repertorio. Quedó, sobre todo trunca, una vez más, la esperanza de un teatro permanente para el gran director.
Si desde muy joven Seki Sano se dedicó al teatro en Japón, fue durante su periplo en el exilio, que lo llevó a la Unión Soviética en donde aprendió la técnica de Stanislavski y otros grandes teóricos como Vajtangov, siendo asimismo asistente de Meyerhold hasta que fue expulsado por Stalin. Nueva York, nueva expulsión y llegada a México en 1939 en donde Lázaro Cárdenas lo acoge, a pesar de las maniobras de la embajada japonesa y a instancias de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, como refugiado político.
En su nuevo país se encuentra con dos realidades contradictorias. Por una parte se siente tonificado por un país que consolida apenas una revolución, con un arte muy vivo que pretende llegar a las masas y, por la otra, con una forma teatral muy anticuada que muchos años después, tras su gran triunfo con Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, ejemplificó despectivamente en la persona de María Tereza Montoya. A los jóvenes de entonces la enconada disputa que se sucedió -y en la que incluso la Asociación Nacional de Actores prohibió a sus miembros trabajar con el japonés- nos creó graves conflictos. Nos habíamos deslumbrado con la puesta de Un tranvía... y esa nueva manera de actuar, pero teníamos una deuda de gratitud con la actriz que los jueves cerraba taquilla en su temporada del Fábregas para dejarnos entrar gratis con la credencial de estudiantes. Y así vimos a O'Neil, Cocteau y otros autores importantes aunque actuados a la manera de la señora Montoya.
Se debe a Seki la introducción de las técnicas stanislavskianas en nuestro país y el conocimiento de muchas importantes obras del repertorio internacional. A pesar de nunca culminar su gran sueño de una compañía estable de repertorio y de sufrir muchas y graves carencias económicas, su quehacer como director y maestro nunca le fue escatimado. Su escuela del Teatro de las Artes, fundada a poco de que llegó a México, con el apoyo del Sindicato Mexicano de Electricistas, fue la primera en que se enseñó sistemáticamente, no digamos los métodos Stanislavski y Meyerhold, sino cualquier método: apenas en 1942, se crearon en la Facultad de Filosofía y Letras tres cátedras de teatro y en 1947 se fundó el INBA con su respectiva escuela.
Gran figura de nuestro teatro, Seki Sano merece todos los homenajes. Se está creando una fundación que lleva su nombre a instancias de la doctora Michiko Tanaka. Por desgracia, no es la escenificación de El crepúsculo de la cigüeña (y yo me pregunto qué movió a Seki a contemplarla, siendo como es una pequeña fábula muy repetitiva) con la fallida dirección de Stavans y las fallidas actuaciones de su elenco, el mejor modo de honrar a quien tanto se debe.