jueves Ť 28 Ť junio Ť 2001
Adolfo Sánchez Rebolledo
De pactos y otras treguas
En otras épocas, a falta de partidos verdaderos, teníamos figuras intelectuales y políticas que daban sentido al debate y nombre a las cosas. Ahora, en cambio, existen grandes formaciones partidistas, medios de comunicación todopoderosos, pero en la política cotidiana no hay nadie que se parezca a don Jesús Reyes Heroles, por poner un ejemplo del viejo oficialismo. Contamos, eso sí, con docenas de políticos muy hábiles en la grilla democrática, pero no sobran en este momento los líderes con visión y vocación de Estado, dispuestos a evitar que la contienda por los asuntos públicos sea un mero ejercicio de partidismo sectario. Se habla mucho de ésta o aquella presunta "política de Estado", pero los estadistas responsables de llevarlas a la realidad no se ven por ninguna parte.
Cuesta trabajo creer que las únicas personalidades con cierta capacidad de convocatoria sean los gobernantes en funciones, llámense Fox o Andrés Manuel, pero la cosecha de genuinos personajes políticos es tan pobre que sus nombres relucen por encima de sus respectivos partidos, como involuntario homenaje a la tradición presidencialista de subordinación al supremo gobierno. Ambos creen a pie juntillas que de su voluntad depende que el país discurra por cauces de entendimientos o de crispación, pero la buena disposición no basta para diseñar el futuro, pues para ello también hacen falta ideas y una buena dosis de humildad.
Sin duda, como ha pedido el jefe de Gobierno del Distrito Federal, México requiere de un genuino acuerdo nacional, pero este no debe confundirse con un armisticio en el combate personal entre el Presidente y el mandatario en la capital. Son dos cosas diferentes. Bueno que Andrés Manuel desista de minar la autoridad presidencial, si así lo cree necesario, pero un pacto nacional significa algo más que abandonar tácticamente las críticas al Presidente, por lo demás imprescindibles en todo régimen democrático. Esa es, justamente, una prerrogativa ciudadana irrenunciable, siempre y cuando se exprese con civilidad democrática, sin insultos o mentiras.
En un pacto verdadero, los partidos, el Congreso, las instituciones tienen que involucrarse. Por desgracia, quien debía ser el ponente principal en esta materia, el gobierno federal, concibe los acuerdos como extensión de sus políticas y apoyo a su manera de entender las tareas pendientes de la transición. Comenzó con mucha energía abriendo las puertas a una revisión del texto constitucional, pero el entusiasmo por la reforma del Estado se evaporó de inmediato ante las directrices de las encuestas, las urgencias fiscales, la recesión estadunidense y un sin fin de nuevos asuntos que han terminado por atarlo a una agenda chata, sin horizonte histórico. Y aquí estamos otra vez a punto de empantanarnos. Tampoco el Congreso -que es a quien mejor le queda elaborar y procesar un posible "acuerdo en lo fundamental"- ha conseguido escapar a la trivialización de la política que nos abruma como acompañante de la alternancia.
El pacto que hace falta debiera ser un compromiso estratégico entre todas las fuerzas sociales y políticas sobre el tipo de Estado que debe sustituir a esa extraña formación surgida como proyecto de la Revolución mexicana, y luego negada por el "sistema" creado por el PRI. Necesitamos definir qué clase de país queremos y podemos construir tomando en cuenta nuestra situación y la del mundo contemporáneo. No es, pues, una tregua para pasar la crisis que se avecina, sino la oportunidad de plantearse nuevos objetivos de aliento histórico.
Ponerse de acuerdo es una tarea imposible si las partes carecen de claridad en los objetivos que pueden y deben convertirse en posturas comunes y obligatorias. Además, se necesita un poco de valor, pues sin concesiones mutuas no hay pacto de ninguna especie. Es fácil saber en dónde están las coincidencias, lo duro es decidir cuánto terreno están dispuestas a ceder cada una de las fuerzas. En la economía, por ejemplo. No es suficiente con que los partidos acepten que no hay vuelta atrás, pero esa declaración es apenas el punto de partida de una discusión que no se ha dado en México sobre la economía nacional que es posible en el mundo global. Un acuerdo de ese tipo tiene que fijar concretamente las prioridades de largo plazo, distribuir las cargas y los beneficios sociales de las distintas clases nacionales y determinar los medios de su cumplimiento, en suma, elaborar una nueva racionalidad del Estado, fundada y sostenida en un orden social y económico compatible con los principios democráticos y claramente comprometido con el progreso sin exclusiones de la sociedad.
Si el gobierno y los partidos no quieren, no pueden o sencillamente no saben ponerse de acuerdo, la sociedad se los reclamará y hará su parte. Ya veremos.