MIERCOLES Ť 27 Ť JUNIO Ť 2001

Un relato sin huecos

Alberto Dallal

Una puesta en danza minimalista de Les Ballets de Monte-Carlo le permite al coreógrafo Jean-Christophe Maillot dar rienda suelta a su vertiginoso modo de contarnos nuevamente la historia de Romeo y Julieta. La vida de los jóvenes está siempre intervenida por una figura de negro que es dictadura, Iglesia, norma moral y, en última instancia, el coreógrafo. Su presencia puede ser Fray Lorenzo y la sombra de la tragedia, el coro-narrador, la vigilancia extrema (y su correspondiente temor) que la juventud (de hoy) carga por todos lados.

La destreza del lenguaje dancístico creado-montado por Maillot permite el perfecto lucimiento de los excelentes bailarines de la compañía: Fray Lorenzo, Gaëtan Morlotti, un virtuoso; Julieta, Bernice Coppieters, bella y estilizada bailarina-modelo; Romeo, Chris Roelandt, buen intérprete que supera con creces al personaje ''saludable" que le montaron.

Los logros de Maillot impiden que el espectador perciba los reiterados esquemas de movimiento de los conjuntos o el hecho de que la insistente presencia del ''hombrecillo de negro" tergiverse la historia de amor. Falta tiempo (no nos apartamos de gozar en/frente a la danza) para sorprenderse con las interpretaciones, para admirar la formalista pero estupenda iluminación, para preguntarnos cómo entrenan, trabajan, ensayan los miembros de una compañía ''fresa" por definición pero bien cimentada, capacitada y productiva. Falta tiempo para ''traducir" la secuencia de las escenas dentro de la historia, para decidir si son demasiado obvios los movimientos de la escenografía a la vista de público; para decidir si es una notable obra maestra la escena del balcón: entre juegos de manos y de cuerpos, los dos jóvenes descubren el amor pero también (y aquí es donde Maillot alcanza su más alta calificación) perciben el ineludible desenlace de la pasión: la muerte.

Maillot construye puntos culminantes con pocos personajes, cuando se olvida de los efectos y ''soluciones" como la cámara lenta o la inclusión de símbolos (Ƒpara qué una mascada roja, un rostro estampado con sangre si todo nos lo dan las secuencias bailadas?): con recursos limpiamente coreográficos sus bailarines concentran la fuerza descriptiva de la danza, tal y como él los (nos) indica desde el arranque de la obra. Extraña y atractiva combinación: minimalismo, síntesis, con rompimientos ''realistas": sólo muy diestros bailarines, muy profesionalmente atentos, pueden acatar vertiginosas transformaciones que, dentro de la rapidez de los movimientos, pueden percibirse como ''estados de ánimo" que los cuerpos propician. Y esa montecarliana sofisticación: vestuario, poses... Ni modo: se aceptan como afirmaciones de la concepción general porque se trata de una juventud educada, controlada, ''culta". Romeo, a lo largo de la obra, lucha contra sus propios sentimientos de venganza ante el acoso de los contrarios. Es un buen chico que siempre, con sus compañeros, juega y bromea con cuerpo, manos y mente.

Maillot nos ha entregado un relato sin huecos en el tiempo-espacio del escenario. El coreógrafo no sólo desata una danza; también establece un contraste con los absolutos resultados de la pasión. Todo en su lugar, con método: hay asepsia y exactitud incluso en la intromisión constante del destino-autoridad. Ante esta depurada limpieza dancística surgen las situaciones culminantes, estupendas: la concientización de los personajes, aisladamente, de su fin trágico, de su amor amagado, de su destrucción inaplazable. El coreógrafo-símbolo nos aparta al final del goce propiciado por los actos de amor sublime tan fina y atractivamente solucionados y ejecutados en escenas anteriores. Pero -nos dice Maillot- de eso se trata: la ambigüedad y el contraste pesan tanto en la vida como la vida misma.