LUNES Ť 25 Ť JUNIO Ť 2001
Hermann Bellinghausen
Susana y el cisne
El fotógrafo canturrea la canción de Aterciopelados inyectada por los audífonos: "El álbum de mi cabeza sólo con fotos tuyas se llena, una foto de carnet, un afiche en la pared". Abailonga unos pasos medio nacos pero aceptablemente cumbieros. En-tedámoslo. La prolongada exposición a la intemperie podría llevarlo a una artritis, insolación o neumonía, a que le brotara musgo de la mollera. Para mitigar el sedentarismo, el fotógrafo ha intentado yoga, tai-chi, chop-suey, balero, pero se distrae. Imitando a los joggers, que no parecen concentrarse en nada, ha usado las actividades deportivas como pantalla ocasional. Mientras le hizo al deportista, el tripié, sospechoso de suyo, solía pasar a segundo término, y sus afanes calisténicos lo nivelaban con la demás humanidad.
Le faltaron paciencia, disciplina y ganas de fingir. Dejó al acaso los ánimos deportivos. En compensación, de los hábitos del cuarto oscuro (esa ocupación nocturna) importó a su fijeza matinal por contrato los usos y abusos del discman y la música intravenosa. Un buen soundtrack salva las peores escenas. De modo que se ingresa al cerebro, directo del disco blando, impulsos de cantar y bailar. Se organiza sus propios raves, sus candombles de la mente, y vagarosamente poseído baila al ritmo de lo que le es dado escuchar.
"En el cuarto oscuro y apartado yo revelo y amplifico el pasado, mientras guarde negativos yo podré reproducirte a mi lado". Chaquetas mentales que lo mantienen a flote en el marasmo del espionaje demográfico y de mercado que le han pagado por hacer. Termina el contrato, al fin. El jefe de imagen podrá meterse este dedo por donde le quepa, nuestro fotógrafo deja el lago, la agencia y lo demás. Un año sin moverse y el dinerito ahorrado en esta pendejada de 365 días le aconsejan viajar, perder su lente en otras combinaciones del aire.
De tanto pasársela en el bosque, se confunde con dos o tres árboles. El mimetismo es involuntario. Ya siente cosquillas dentro de los tenis, no espera que el rincón del lago le dispare todavía otra escena memorable más. La del estribo, dirá después de recobrar su libertad incondicional, en ese tiempo posterior cuando, a no ser por las fotos conservadas, le parecerá un sueño, una visión borracha. "Y sólo al cerrar los ojos, en cada parpadeo te veo..." Susana de nombre, bien pudo llamarse Leda.
Los cisnes tienen mala reputación. Ornamentos kitsch, asociados al ballet y las figuras de porcelana, rezuman lugar común. A diferencia de otras aves, incluidos pollos de rancho, loros de ala cortada y halcones amaestrados, el cisne es encimoso con la gente. Hasta parece perro.
Susana trae sutiles tristezas, ella sabrá la razón. Acaba de llover. Una variedad de luces se refleja en los charcos de la calzada. Las aguas del lago, sin lanchas, todo menos quietas, muestran cierta turbulencia. En una esquina de la banca, mojada y fría, Susana pone a orear su melancolía.
Pensar que pocas horas antes el fotógrafo tuvo que esconderse bochornosamente. Un partido o gobierno, enemigo del que contrató los servicios de la agencia a la que aún pertenece, decidió, llegado un tiempo, poner el grito en el cielo (o en su defecto, en los noticieros). Mano negra, prácticas desleales, manoseo de los reglamentos, corrupción disfrazada, acusaron los líderes opositores.
Agentes rivales (pertenecientes a otra agencia del ramo) últimamente merodean los posibles cabos sueltos del intríngulis, y como el proyecto del lago figura en la página electrónica de la empresa que explota al fotógrafo, era de esperar su aparición en cualquier momento. Los vio venir: la cámara, el sonidista, el sabueso con micrófono. Brincó tras los setos y, muy a tono con la circunstancia, se hizo pato mientras estuvieron. Curiosamente, no repararon en el tripié abandonado y se retiraron sin evidencias contundentes por las cuales pudiera felicitarlos su respectivo jefe de imagen. Falsa alarma, iban creyendo, ha de ser otro lago, qué lata, con lo lluvioso del tiempo.
Ahora se felicita de haber renunciado, dispuesto a esperar que transcurran sus últimas horas en el puesto sin más expectativas que cero sobresaltos. Hasta de los audífonos está aburrido. Se pone a papar moscas, para lo que es experto.
Escampó a tiempo. Se apercibe de Susana sentada allá. Ella entrecierra los párpados, entreabre las rodillas. Qué está haciendo. Su falda, generosa en telas pero corta, flor roja y amarilla, restalla en la banca. Un cisne negro deja el agua y dando pasos torpes (la tierra no es su medio, y reconozcamos de una vez, tampoco el aire: sólo nadando un cisne tiene gracia) se le acerca bamboleante. Susana aspira fuerte, jala el vapor del suelo y el lago, los grises de la atmósfera, diríase que las nubes, y establece un atardecer brillante que pide perdón por la lluvia. Siente la proximidad del ave. Extiende los brazos, acoge plumas. El cuello del cisne desciende sobre el seno de Susana y acomoda la boca en la boca del vientre. Una vez más, el fotógrafo se siente mirón. Será morbo, fascinación lasciva, euforia por la inminente liberación laboral, la cosa es que sin pudor, fotografías.
Impublicables, indecentes, inquietantes, fabulosas, le dirán después. Que son fabricadas, vil Photo Shop, qué bonita la idea, perversona, podría venderla a una firma de toallas femeninas. El futuro todo lo vulgariza y vuelve relativo. Pero salvemos el instante. Quietos el follaje, la calzada, el estacionamiento, la taquilla de las lanchas. No hay cuidador a la vista. Dos cuellos se mueven. El de Susana en el aire. El del cisne entierra lo desconocido en un afortunado abismo. Lo bueno es que el fotógrafo trae quitados los audífonos. El suave gemido que escapa de la garganta de Susana se convierte en un secreto a voces hasta perderse en el olvido de los ruidos permanentes.