lunes Ť 25 Ť junio Ť 2001
'Elba esther Gordillo
Expectativas
A lo largo del tiempo, junto con la fragilidad de los sistemas sociales, ha quedado claro que son la esperanza individual y colectiva las únicas capaces de motivar a la realización de las grandes hazañas, aun la de soportar la dura realidad teniendo en perspectiva un futuro mejor. Baste recordar la dramática oferta que Churchill hizo a los ingleses durante la Segunda Guerra Mundial y que éstos aceptaron, consistente en pagar con sangre, sudor y lágrimas un futuro de libertad, entonces utópico.
La mayoría de los sistemas políticos, también aquéllos en que la alternancia es práctica común, cifran una significativa parte del éxito en la adecuada administración de las expectativas sociales, incluso en áreas que se caracterizan por su pragmatismo como son las financieras, no por ello inmunes a la seducción de la oferta de futuro.
Es a partir de la década de los ochenta, cuando el régimen decide enfrentar los problemas con el entonces llamado "realismo", el cual no aceptaba ninguna interpretación alternativa que no fuera la que se desprendía de las cifras duras, perdiendo uno de los recursos más preciados del desempeño político y que consistía en la capacidad para construir expectativas realizables aun por encima de las duras circunstancias frente a las que se actúa.
No se pedía entonces, ni se hace ahora, desplegar una actitud demagógica que buscara convencer de un panorama color de rosa en momentos negros, sino el preservar las políticas públicas que ya habían probado su eficacia, justamente en la generación de una idea de futuro mejor sin la cual no hay presente suficientemente aceptable.
Paradójicamente, por más realista que fue el discurso, las crisis se mantuvieron y aun se acrecentaron etiquetando al propio discurso como una evidencia de la insensibilidad política y de la incapacidad para volver a hacer de la esperanza el vínculo virtuoso entre el desempeño político y el desarrollo social.
Quizá como consecuencia de este desgaste, las estrategias partidistas, junto con un exagerado despliegue mediático, acudieron al recurso de basar su eficacia en la creación de expectativas como la vía para hacerse del respaldo social. Ofertas de todo tipo y magnitud ocuparon la escena, llegándose al extremo de desplegar una promesa para cada audiencia, sin importar caer en contradicciones ni disimular la equívoca aspiración de convertir el aplausómetro en factor de legitimidad.
Sin negar la importancia que las ofertas tuvieron en el contexto electoral, ya en el gobierno se enfrenta la parte más crítica y para la que no habrá segunda oportunidad. Si la creación de expectativas inclinó la balanza electoral, su incumplimiento puede detonar reacciones para las cuales no hay antídoto y que puede conducir, incluso, a la ruptura del tejido social, ya sea por la vía contestataria o la aún más dañina de la apatía social.
La gente creyó en las ofertas; votó por las ofertas, y espera con impaciencia que se cumplan en los términos en que les fueron presentadas; si bien fue siempre evidente que muchas de ellas no podrían atenderse de inmediato y algunas más dependían de la consecución de otras de mayor magnitud, no puede suponerse que una oferta se cumple entregando otra ni apostando a que el manejo de la imagen será suficiente para preservar la cohesión social. Si bien la popularidad es indispensable para impulsar las grandes decisiones que se reclaman, su solidez está asociada a los resultados que se entreguen. Más allá de la irrelevante discusión acerca de cuál encuesta refleja la realidad, es evidente que serán los hechos, y sólo los hechos, los que finalmente hablarán.