Jornada Semanal,  24 de junio del 2001 
Yorgos Filipou Pieridis

Dos cuentos


“Inminencia” es la palabra que podría explicar la sensación producida por estas dos perfectas piezas narrativas. Con “Miniatura” e “Incertidumbre”, Pieridis no sólo da una cátedra de cuento contemporáneo, sino que, comprobando la universalidad de cada punto sobre la tierra, nos transporta a un tiempo y un espacio donde todo está por suceder y, de alguna manera, ha sucedido ya.

Yorgos Filipou Pieridis nació en Dali, Chipre, en 1904, y murió el 23 de diciembre de 1999. Sin embargo, pasó en El Cairo prácticamente toda su juventud y parte de su vida adulta trabajando en la industria del algodón, pero al mismo tiempo participando activamente en el helenismo egipcio. En 1947 regresó a Chipre, y en 1954 se hizo cargo de la Biblioteca y Pinacoteca de Ammójostos –ahora en zona ocupada–, cargo que conservó hasta diciembre de 1971. Narrador de fina sensibilidad arraigada en la historia y tradiciones de su pueblo, los personajes de sus obras trazan los rasgos del carácter y formas de vida de Chipre, esa isla al noroeste del Mediterráneo, patria de Afrodita, con una población actual de poco menos de un millón de habitantes, ocupada durante tres siglos por el imperio otomano, luego colonia inglesa (1878-1960) y, desde julio de 1974 a la fecha, a pesar de las numerosas resoluciones condenatorias del Consejo de Seguridad de la onu, con el treinta y siete por ciento de su territorio nuevamente ocupado por la fuerza militar turca. Su capital, Lefkosía, (Nicosia), es la única ciudad capital dividida en Europa. 

Los algodoneros (novela, Alejandría, 1945), Cuentos de Medio Oriente (Ammójostos, 1949), Tiempos severos (cuentos, Atenas 1963), Tiempos inmutables (cuentos, Atenas, 1966), El tiempo de los Felices (cuentos, Atenas, 1975), libro que ganó el Premio del Ministerio de Educación de Chipre, y El tiempo de la desgracia (cuentos, Salónica, 1978), son los principales títulos de la obra narrativa de Pieridis. Aunque no es muy extensa, con su profundo humanismo y fe en la fuerza del hombre vinculado a su tierra, constituye un preciso testimonio de las luchas del pueblo chipriota y es, acaso, una de las obras más importantes no sólo de sus letras, sino de la literatura griega de la diáspora, ese mundo griego en el mundo fuera de Grecia. Los dos breves textos que presentamos aquí están tomados de El tiempo de la desgracia, cuyas narraciones se ubican, precisamente, en el periodo de la invasión turca. 

Francisco Torres Córdova
Miniatura

No cerró el ojo en toda la noche, atormentado por los golpes de su pensamiento: ¿nos vamos?... ¿nos quedamos?...

Pero apenas amaneció, empujado por los mecanismos adquiridos de la vida cotidiana, se levantó, salió al patio, tomó la pequeña cesta y trepó en la higuera para cortar higos frescos para el refrigerio. Y al respirar el acre olor de la higuera, dejó de pensar y se sintió como si la vida continuara como antes de que nos hallara el desastre.

De pronto se oyeron gritos, después ruido de pasos... y más gritos... y más... y coches que partían... Resonaba el pueblo, pero él siguió cortando, uno a uno, los higos verdes.

Incluso cuando su mujer salió jadeante de la casa con el niño pequeño en los brazos y la niña, asustada, asida a su falda, él continúo, con inexplicable insistencia, buscando entre el follaje un higo maduro.

Sin embargo, volvió en sí cuando escuchó la voz de su mujer:

–¡En el nombre de Dios, Mijalis! ¿No oyes lo que pasa?... Vienen los turcos.

Bajó de la higuera.

Se quedó un momento desconcertado, indeciso. ¿Dejar así nada más su casa, su vida, todo, e irse? ¡¿Para ir a dónde?! Había también algo más profundo que lo quemaba: ¿Huir? ¿Es de hombres?

–Vámonos, Mijalis... Piensa en los niños –le suplicaba ahora su mujer.

La vio proteger al niño en sus brazos, vio a la niña que lo miraba de un modo perturbado, como si pidiera ayuda... Sus dudas se dispersaron.

Cómo ser hombre, pensó, frente a un enemigo armado hasta los dientes, cobarde y ladrón. De hombres en este caso es lo otro: soportar el dolor del destierro.

Le sonrió a la niña y le dio la cesta con los higos. Y ella inmediatamente se sosegó.

–Tranquilízate, Katerina –dijo a su mujer–. Prepárense aprisa, nos vamos.
 
 

Incertidumbre

Dos meses es un periodo corto. Pero puede ser infinitamente largo. Depende de lo que viva uno en ese lapso.

Para Parasjos, la distancia que separa aquel malhadado día de julio del hoy, finales de septiembre, es un abismo.

En la otra orilla del abismo era un muchacho con corazón de oro, como aseguraban sus amigos. Ahora, de este lado, es un atormentado soldado de infantería que en el lugar del corazón tiene un nudo de rabia impotente, que deambula por el campo donde se encuentran dispersos miles de isleños desalojados de sus casas y pregunta por sus parientes –tal vez alguien los vio.

A la isla ya no la baña el sol. Del campo ya no emana aquel aroma a labranza humana pacífica que alegraba el corazón de Parasjos y lo empujaba a descolgar del clavo su guitarra.

A veces, sin querer, recuerda aquellas canciones que cantaba con sus amigos, pero en lugar de sosegarse se enfurece aún más; una carcajada amarga estalla en su interior y quiere vomitar todo lo que le recuerda bondad, quiere odiar, sólo odiar, sin distinguir a quién... ¿a los criminales que iniciaron este mal?... ¿a los turcos que trajeron la desgracia?... ¿a quién?... Hay momentos en que quisiera odiarse a sí mismo.

Hasta el día en que dio con su paisano, el viejo Zenio, el pastor. Lo encontró sentado en la raíz de una acerola. Más allá pastaba su rebaño. Al ver a Parasjos, se levantó y lo miró como si lo estuviera esperando.

–¿Y mis viejos? –preguntó Parasjos.

–Se quedaron en el pueblo. Tu mamá estaba enferma. ¿Cómo la iba dejar sola el viejo?

–¿Sabes algo de Vazoula? –volvió a preguntar Parasjos, con el alma en los labios.

El viejo bajó la cabeza.

–Andaba con su mamá por el rumbo de Anoguia y ahí se quedaron. No alcanzaron a irse.

***

–Tengo un recado para ti –dijo poco después.

–¿De quién? –preguntó Parasjos.

–De Naími.

–¿!

–Me dijo que te dijera, si te veía, pero sin que nadie lo oyera, que quiere verte.

Parasjos no habló.

–Me dijo que te dijera –continuó el viejo–, si quieres tú también, que vayas a una noche a San Elías, que prendas una fogata y a la noche siguiente, a las once, que se vean en la roca de Faranga.

Parasjos se estremeció. A pesar suyo una ola de ternura le llegó y lo envolvió.

–Me dijo que no se lo dijeras a nadie... –repitió el viejo, y sintiendo que ya había cumplido su misión, se volvió a sentar en la raíz de la acerola.

Parasjos permaneció inclinado viendo en su memoria la época en que, junto con los otros niños del pueblo, jugaban a los guerreros y recorrían los barrancos y las laderas de las montañas. Parte del juego era que dos o tres partían salían y subían una gran distancia, a través de terrenos escarpados, para llegar a la cima donde se encontraba la iglesita de San Elías, y prendían ahí arriba una fogata para avisar a sus compañeros que en el mar, supuestamente, habían aparecido barcos corsarios y se acercaban. Y luego todos juntos empezaban una gran batalla con rifles y espadas de madera para defender su patria. Entre ellos estaba Naími y otros dos niños turcos.

Ahora la cima de San Elías se encuentra de este lado, y la roca de Faranga está sobre la línea que nos separa de nuestras tierras, que pisó el ejército invasor turco.

Parasjos y Naími habían sido desde entonces camaradas. ¿Pero ahora?... ¿Qué plan tenía ahora Naími?... ¿Me tenderá una trampa?

Avanazaba en la noche con mucha cautela. Conforme se acercaba a la roca de Faranga, la idea de que lo que estaba haciendo era una locura torturaba su mente –pero la expulsaba la fuerza que lo espoleó el día anterior a subir San Elías y prender la fogata.

Era una noche estrellada, una de esas noches pensativas y dulces que hacen que la existencia del dolor sobre la tierra parezca mentira. Pero su encanto no tocaba a Parasjos, no rompía la barrera que lo encerraba en una maraña de esperanza y sospechas.

Cuando finalmente apareció la conocida masa de la roca que emergía plateada por la luz, Parasjos se tendió boca abajo, sacó la pistola de la funda y avanzó arrastrándose en el barranco, al pie de la ladera, hasta cubrirse en un rincón. Se quedó un rato ahí, escuchando el silencio con oído atento y después llamó en voz baja.

–Naími.

–¿Eres tú, Parasjos? –se escuchó la voz de Naími.

–Soy yo... ¿Estás solo?...

–Sí...¿Tú?

–Estoy solo –respondió Parasjos.

Poco después vio subir a Naími por detrás de la roca, dar tres pasos, dudar, detenerse... Llevaba en el brazo izquierdo, abrazado como a un bebé sobre su pecho, algo que Parasjos no pudo distinguir lo que era. En la otra mano él también tenía una pistola.

Parasjos se levantó, avanzó unos pasos, pero la sospecha no lo dejó ir más allá. Se detuvo, y tendiendo la mano derecha con la pistola buscó con la mirada detrás de Naími, sobre los bordes del barranco.

El otro dejó caer lo que llevaba sobre el pecho. Parásjos reconoció su guitarra por el sonido que hizo al caer al suelo. Bajó la mano que tenía la pistola, pero un instante después la volvió a levantar, cuando escuchó a Naími gritar enfurecido:

–¿Viniste armado?.... ¡¿Viniste a matarme?!... Bien lo sospeché.

De un saltó se puso otra vez tras la roca.

–¡Atrás, infiel, antes de que te dispare! –volvió a gritar.

Parasjos ya se había cubierto en su posición anterior. La rabia se apoderó de su mente con violencia.

–¡Perro! –gritó.

Y apenas estalló con este insulto, empezó a pensar con más calma. Se dio cuenta de que se encontraba en una situación difícil, aislado ahí. Incluso si Naími estaba en verdad solo, con los primeros disparos que se escucharan seguramente los turcos llegarían corriendo y lo cercarían como a un ratón en ratonera.

Retrocedió una distancia arrastrándose, se puso de pie y se fue con paso apresurado.

Tenía un deseo loco de llorar. Pero en lugar de llorar soltó una carcajada.
 
 

Traducción de Francisco Torres Córdova
Ilustraciones de Mauricio Gómez Morin