Enrique
López Aguilar
Es extraño (no inexplicable) que la Iglesia, cuya imagen de sí misma es la de única detentadora de la Palabra, haya accedido a la proliferación de los retablos dentro de sus espacios destinados al rito, es decir, que haya permitido que las imágenes se volvieran parte de la prédica religiosa. Entre los siglos XV y XVII, como hoy, la semillas del neopaganismo y la superstición ya estaban sembradas dentro de la feligresía y, como en su momento señaló Erasmo de Rotterdam, no sólo no era raro que las advocaciones cristianas tuvieran un trasfondo pagano por el que los dioses grecolatinos eran reemplazados por santos milagrosos (Hermes pudo ramificarse entre San Judas Tadeo, Santa Lucía y otros santos; Afrodita bien pudo estar en el trasfondo de San Antonio), y no sólo el fomento de la venta de reliquias produjo un fetichismo muy alejado de las enseñanzas de Cristo, sino que la multiplicación de imágenes dentro de las iglesias hacía olvidar al creyente que el eje de su fe era Jesús, no la turba intercesora de los santos. No obstante lo anterior, la Iglesia renacentista ya no pudo evitar una eficaz contaminación propiciada por la cultura grecolatina: la de darle rostro y cuerpo a la Divinidad y sus acompañantes, fenómeno que la alejó de las raíces iconoclastas de su origen judío. Una vez que la Iglesia se volvió plenamente iconofílica, es justo reconocer que dotó a sus imágenes de una gran complejidad simbólica, divulgada gracias a la actividad intercesora de pintores, escultores y arquitectos: palmas para el martirio, aureolas sobre la cabeza para representar la santidad, vestiduras blancas para aludir a castos y vírgenes, cetros, orbes, llamas, alas, corazones sangrantes El discurso de los retablos, compuesto por colores, volúmenes y figuras, aludía a conceptos y palabras pero, antes que nada, debía entrar por los ojos mediante una tangibilidad sensorial y desverbalizada que hubiera escandalizado a Platón. Esa es una de las razones por las que la construcción de los retablos y la distribución de imágenes en el recinto eclesiástico exigía exactitud y coherencia: no debía dejarse al azar aquello que, por imaginario, podía escapar a la rica conceptualización privativa de la palabra. Con el paso del tiempo, los tradicionales retablos de madera han tenido muchos destinos: algunos se han quemado, otros han sido destruidos como consecuencia de vandalismos ideológicos, otros han sido desmantelados por curas y sacerdotes dispuestos a la moda y a sustituir la madera con la cantera, otros han sido cambiados de lugar, otros han sido despojados de sus ornamentos, pinturas y esculturas (es decir, al ser rapados, han perdido su mensaje) México también ha tenido sus talibanes, pero es justo reconocer que una parte significativa del patrimonio artístico-religioso todavía se conserva. Lo alarmante es que, salvo la élite eclesiástica reunida alrededor de la Comisión Nacional de Arte Sacro, el grueso de curas y sacerdotes católicos viven inmersos en una majestuosa ignorancia de los códigos que organizaron a los retablos. La prueba es que, cuando las imágenes se han desordenado sin pérdida, puede constatarse el caos conceptual que priva en la reorganización de las mismas: los encargados de hacerlo ya no saben dónde poner, por ejemplo, a San Agustín: ¿arriba, abajo, a un lado, al otro, al centro o adentro? En el otro extremo está el caso de los felices guadalupanistas que, sin entender lo que está diciendo el retablo, cambian alguna de las imágenes centrales por la de la Guadalupana, sin percatarse del sinsentido que eso prohíja. Tales absurdos son equivalentes a los del culto cívico, que no duda en hermanar a Guerrero con Iturbide, a Villa con Zapata y Carranza. Preservadora de la cultura y la palabra, la Iglesia también ha sido una consistente sostenedora del analfabetismo y la estulticia: durante mucho tiempo, las Biblias y el rito se produjeron en latín, lengua ilegible para los feligreses; cuando las Biblias pudieron leerse en lengua vulgar, la Iglesia interpuso prohibiciones para que muchos pasajes del Libro sólo pudieran conocerse bajo la guía y la censura de los confesores, so pena de incurrir en gravísimos pecados. Así, en un caso de esquizofrenia institucional, existe una Iglesia culta y luminosa y otra que iletra y controla la palabra, como la que generó el Index librorum condenatorum, en el siglo XVI, y cuyas pretensiones de censura llegan hasta el día de hoy mediante los índices opusdeístas, legionaristas o de los abascales que, percibiendo de tal manera su propia fragilidad de ideas, siguen agregando textos y autores prohibidos a ese catálogo de cosas cuyo involuntario valor antológico lo hace digno de ser conocido. Víctima de sus propias estratagemas, ahora existen dos clases de Iglesias iletradas: la inductora de la ignorancia comunitaria y la que ha olvidado la construcción y desciframiento de sus propios discursos. Ante ese dilema, no obstante la presencia de personalidades cultas en el seno de la institución eclesiástica, resulta evidente la intención institucional de escamotear el conocimiento a la feligresía; por otra parte, presa de sus propias trampas, ese fomento del oscurantismo ha regresado a la mano que lo produjo y ya comienza a corroer a la Iglesia desde sus cimientos a partir de los sacerdotes que se encuentran en la base de la pirámide burocrática y atienden al público, pues parecen azorados griegos ingresando a templos egipcios, fascinados por lo que ven pero incapaces de entenderlo. Es grave que la Iglesia casi no disponga de recursos para reordenar lo que ella misma inventó, pero lo es más verificar que, además, a fuerza de torcer y corromper el mensaje crístico, ha dejado de entender la Palabra que le dio fundamento.
Un sinólogo holandés Tal vez gracias al Premio Nobel que le fue dado al novelista chino Gao Xingjian, en este año que corre han sido publicados por primera vez en español media decena de autores chinos y de escritores cuya obra está relacionada con China. Aparecieron novelas de amor frustrado bajo el régimen maoísta como La espera, de Ha Jin (Tusquets), una historia melancólica y sabia con un final inesperado, y la novela que ganó el premio Goncourt en 1998, La puerta de la Paz Celeste, de Shan Sha. La novela de Anchee Min, Madame Mao confirma las posibilidades de esta escritora, cuya obra anterior, Azalea roja, se desarrolla en los tumultuosos días de la Revolución Cultural. Ahora, Min, quien fuera una actriz importante en su China natal durante los días de gloria de la Banda de los Cuatro, hace un retrato novelado de la esposa corrupta y banal del artífice de la revolución. El Colegio de México publicó el año pasado Mujeres virtuosas del Arenal de las Ocas Amorosas de Gu Hua, en la que se funden el año de 1983 y la época del emperador Guanxu de la dinastía Qing. Es una novela en la que las protagonistas son las mujeres que, como Gua Hua trata de demostrar, no han sido dueñas de sus vidas ni de sus cuerpos, ni en la China imperial ni en la China comunista. Esta comparación no es nueva. En la conmovedora Cisnes salvajes de Jung Chang, publicada por Circe en 1994, la abuela de la protagonista, una concubina con los pies vendados los atroces pies de loto de ocho centímetros de largo tercera esposa de un señor de la guerra, es obligada por los comunistas a trabajar, dizque para reeducarla. Imagínese el lector el dolor de esta mujer, si andar con zapatos nuevos puede ser una tortura. Pero volvamos a los libros. Entre estas novedades hay dos que me parecen extraordinariamente amenas y que merecen ser conocidas por el público lector de habla hispana: son dos obras del sinólogo holandés Robert Van Gulik (1910-1967) quien estudió entre otras cosas las costumbres sexuales del Oriente, especialmente los años de la dinastía Ming (1368-1644) y que además recreó una especie de novela negra muy sui generis, que nació de sus lecturas de los cuentos detectivescos tradicionales de la antigua China. Tres cuentos chinos es la primera entrega de dicho experimento. En este libro se incluyen tres aventuras del sereno detective chino de la dinastía Tang, el juez Di, y fue publicada por Edhasa. La otra novedad es La vida sexual en la china antigua, bajo el sello de Siruela, una obra que Van Gulik hizo circular entre sus amigos en el año de 1951 en Japón, en forma de una miniedición (cincuenta ejemplares) de grabados eróticos chinos, acompañada de un ensayo escrito a mano. Robert Hans Van Gulik es un personaje original, cuyos orígenes y trabajos estuvieron siempre ligados con el Oriente. Hijo de un médico militar acuartelado en Indonesia, Robert Hans nació en la provincia holandesa de Gelderland, y desde los tres años hasta su adolescencia vivió en Indonesia. Fue probablemente esta infancia oriental lo que moldeó su sensibilidad y definió sus intereses; cuando regresó a Holanda se inscribió en la escuela secundaria de Nijmegen, y ya desde ahí sus extraordinarias dotes para los idiomas fueron reconocidas por sus maestros. Van Gulik comenzó sus estudios universitarios en Amsterdam, donde estudió sánscrito y el dialecto de la tribu de los Pies Negros de Norteamérica. Pronto, en 1932, publicó su primera traducción del sánscrito, una versión de una obra de teatro escrita por Kalidasa (siglo iv ac). En 1934, Van Gulik se enroló en la universidad de Leyden, entonces un centro importante de estudios asiáticos. Su tesis doctoral, defendida en Utrecht en 1934, un tratado sobre el culto a los caballos en China, Japón y el Tíbet, fue publicada un año más tarde por la editorial Brill, de Leyden, casa especializada en textos asiáticos. Más tarde ingresaría al servicio diplomático y serviría en Japón, China, Líbano, Estados Unidos y la India. A pesar de los innumerables deberes diplomáticos que era su obligación cumplir en esos años turbulentos, Van Gulik siguió estudiando la cultura china, con dedicación y una curiosidad lúdica que dio origen a estos ingeniosos trabajos. En las novelas detectivescas del juez Di, la sociedad de la China antigua se despliega alrededor del protagonista, dibujada con colores brillantes y exóticos. Hay escenas en la corte, con todo y martillazos pidiendo orden a los presentes, asesinos de todo tipo y detalles pintorescos que fascinan; el Rey de los Mendigos, el monje budista lujurioso, los monasterios en los que se llevan a cabo rituales secretos, los tártaros malvados, taoístas entregados a la magia negra y una multitud de pormenores curiosos que nos revelan la erudición del autor sin aburrirnos jamás. El juez Di es un protagonista histórico, y sus historias se insertan en una rica tradición, pero Van Gulik supo adaptarlas, pues en sus formas originales sería difícil apreciarlas por aquellos que no somos especialistas sino simplemente lectores. Por ejemplo, en las versiones originales de las historias detectivescas chinas, la identidad del asesino se da a conocer al principio para que el público vaya aplaudiendo las decisiones del detective, uso que sería muy extraño para nosotros y que le quitaría el chiste a todo el asunto. En resumen, si al lector le gusta la novela negra o le gusta la novela histórica, Tres cuentos chinos le da la oportunidad de asomarse a un mundo fascinante y disfrutar de los dos géneros al mismo tiempo.
Noé Morales La influencia que sobre el impulso creador ha ejercido usualmente la melancolía ha dado pie a muchos de los más portentosos lances en la historia del arte. En Proust, el sencillo reencuentro con la pieza de pan que presidía sus desayunos de niñez detonó diez volúmenes de la más delicada prosa escrita en francés desde tiempos de Balzac; Pessoa entronizó esa pesadumbre existencial a alturas que la poesía moderna difícilmente ha vuelto a alcanzar. Sería largo enlistar las muestras de que el dolor que produce la evocación de un bien ya perdido repercute favorablemente en la obra de estos afligidos prohombres, para regocijo de nosotros espectadores, acaso igualmente desolados, pero definitivamente menos geniales en el exorcismo de nuestros demonios internos. Durante el Siglo de Oro de la literatura española se dieron algunos de los más prodigiosos resultados de este vínculo entre arte y melancolía, como lo demuestran varios estudios especializados en el tema, entre los que destacan los realizados por el antropólogo Roger Bartra. En La melancolía en el Siglo de Oro, Bartra se encarga de desmenuzar el influjo de tan mentado sentimiento en la producción de las plumas representativas de la época. Entre las que destacaba, claro está, la de Tirso de Molina; qué mejor autor para recordarnos esa dolorida característica humana, y qué mejor obra que El melancólico para proseguir con tales elucubraciones, a propósito de la puesta que ofrece Carlos Corona en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón del Centro Cultural Universitario. Profunda y divertida a la vez, esta poco difundida comedia narra la frustrante historia de amor entre un joven y manipulado noble con aspiraciones y una plebeya de rústicos encantos, aderezada con una riquísima variedad de subtramas en las que las constantes, amén del tan socorrido tema de la lucha de clases, son los malentendidos, los celos y la asfixiante influencia de los progenitores en la vida de sus hijos, entre otros tópicos acometidos con el preciosismo verbal característico del teatro de la época. Ante todo, el texto de Tirso destila una sensación de vacuidad que encarna claramente el protagonista, afectado por una tristeza permanente al no poder cumplir los mandatos de su corazón. Con una temática aun vigente, esta comedia sirve de pretexto para una escenificación en la que se confirman una vez más las intenciones lúdicas de la más desvergonzada de las voces que se dejan escuchar en el universo teatral de este país. Carlos Corona es bien conocido por la saludable irreverencia y la inteligente adaptación al contexto moderno con que aborda textos considerados clásicos por la generalidad e intocables por los sectores más conservadores del circuito cultural mexicano, entre quienes ese descaro ha causado no pocos trastornos gastrointestinales. Mucho más cómodo en el manejo de la farsa y el teatro infantil que en el de otros géneros teatrales, el director del Grupo Bochinche ha demostrado a sus detractores que bajo ningún concepto la seriedad es sinónimo de solemnidad. A lo largo de una exitosa trayectoria como actor, director de escena, adaptador y dramaturgo, Corona ha hecho del humor inteligente y corrosivo su marca registrada. En su quehacer conviven saludablemente el albur, la escatología, la pantomima, el clown, la improvisación y todo tipo de artificios encausados a hacer reír al espectador, misión que cumple con creces cada vez que somete un nuevo montaje a la consideración del público. En El melancólico prosigue con esta misma línea de trabajo. Por principio de cuentas vuelve a atinar desde que cambia el contexto. Nada de quintas del siglo xvii, castillos inverosímiles, vestuarios de dos toneladas y escenografías agarrotadas; en esta versión las acciones transcurren en la época actual, sobre todo en los lavaderos de una azotea perfectamente imaginable en algún suburbio de esta ciudad, donde vemos desfilar a personajes cuya facha despertaría la envidia de ciertos próceres del surrealismo involuntario. Aproximándose de nuevo a la estética kitsch que tanto parece gustarle (baste decir que musicalizan esta puesta José José, Sergio Mendes y el siempre entrañable Camilo Sesto), el director armoniza perfectamente una traslación contextual que a priori se antojaba arriesgada y peligrosamente propicia para el humor barato y condescendiente. Pero la estridente ambientación es sólo el preludio. Respetando casi íntegramente los versos del comediógrafo español (más aún, logrando que no accidenten su delirante tempo-ritmo escénico) y dosificando la utilización del gag, Corona somete a su audiencia a un despiadado ametrallamiento de hilaridad en contubernio con un equipo de actores ideal para tales efectos. Sacando el mayor jugo posible a sus parlamentos, este elenco alcanza picos increíbles de comicidad, destacándose Diego Jáuregui en el rol del pedestre Carlín, Alejandro Calva como el Enrique de tan escasa solvencia neuronal, y Miguel Ángel Morales, el comprensiblemente desdeñado (basta con oírlo cantar) Filipo. Aunque, sinceramente, el reparto en su totalidad consigue divertirse sobre el escenario y propagar esa jocosa epidemia al patio de butacas. Con pocos instantes de desperdicio, este montaje es simultáneamente un divertido ensayo sobre el vacío existencial, una bofetada en el ánimo de los puristas y el testimonio de una victoria del juego sobre la melancolía que, no obstante su abrumadora terquedad, parece no siempre tenerlas todas consigo. |
Marco
Antonio Campos
En aquel año de 1968 entró un grupo interesante de jóvenes a Derecho en la unam: Santiago Oñate, Sandra Fuentes-Beráin, Pablo Marván Laborde y Héctor Moreno Toscano. Seríamos muy buenos amigos durante los años de la facultad. Oñate y Sandra (sobre todo Oñate) brillaron con luz propia a lo largo de la carrera. Entramos al salón 301. En el salón estaba también José Luis Soberanes, actual ombudsman de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Confieso que he seguido con gran sorpresa momentos de la carrera del doctor Soberanes. A partir de mis recuerdos, voy a tratar de hacer un breve retrato de su paso por la facultad y de sus cambios de piel. Nadie ignora que la Facultad de Derecho fue y no sé si siga siendo una fuente natural de militantes para el pri. Es considerada históricamente como la facultad reaccionaria por excelencia de la unam. En varias ocasiones, ante mi asombro, he leído declaraciones del doctor Soberanes donde se declara apartidista. Me he frotado los ojos. En esa facultad reaccionaria era ya visto entonces por los compañeros de la generación como el paradigma del reaccionario, el ejemplo vivo del priísta, y solía defender al régimen (que era entonces el diazordacista) como el mejor de los mundos posibles. Se puede imaginar la mirada irónica con que los compañeros lo veíamos. Su modelo de político, su gran esperanza para 1970, era el general Alfonso Corona del Rosal. Desde luego fue un acerbo crítico del 68, porque debe haber creído, como buen católico abascaliano y simpatizante priísta, que la izquierda representaba entonces la encarnación del demonio. Recuerdo un día cuando en una discusión espetó a un compañero (puedo decir su nombre) tildándolo con el pecado capital de comunista. Tengo intensamente grabada la mañana de octubre de 1969 cuando salió del salón de clases y le pregunté su opinión sobre la designación como candidato a la presidencia de Luis Echeverría. Balbuceó algo y se alejó furioso. Vuelvo a asociar que varias veces el doctor Soberanes se ha declarado apartidista y relaciono de inmediato que su candidatura a ombudsman la presentó el pri en el Senado, que a su vez la negoció con el PRD y el PAN. No dudo que ahora sea apartidista, pero no por convicción o por razones de trabajo, sino simplemente porque el pri está de picada, herido de muerte, y ya no le conviene. A Luis de la Barreda, el otro ombudsman, el del Distrito Federal, que también entró a Derecho en 1968, lo traté un poco más tarde en la facultad. Era muy distinto al otro doctor: limpio, bueno, estudioso, siempre dispuesto a reconocer el mérito ajeno. Aún no me explico cómo no es el ombudsman nacional. Tal vez Soberanes fue un buen estudiante, pero por más que me esfuerzo no recuerdo nada brillante en su paso por la facultad. El doctor Soberanes parece estar afectado desde hace casi una década del síndrome que trajo Menem, padeció Bucaram y ahora enferma a Fox, es decir, el síndrome de opinar a la primera provocación de todo y de cualquier cosa, y que antes tenía reprimido, o quizá mejor, que no se le habían presentado las circunstancias para desarrollarlo, y aún más, ostentarlo. Me parece que empezó a manifestarse desde que fue designado director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y ha seguido imparable en la cndh. Sin embargo a él, que le gusta opinar de todo y de cualquier cosa y ponerse como supuesta gran autoridad moral, no le gusta que lo critiquen cuando lo evidencian en lo que es. Como se sabe, una y otra vez la ombudsman de Jalisco, Guadalupe Morfín, mujer valiente e íntegra, mostró la culpabilidad por omisión del director y de sus visitadores en el caso de la fuga de el Chapo Guzmán (el penal de Puente Grande es institución federal). ¿Cuál fue la respuesta del doctor Soberanes? Tomarla a loca y tratar de contestar lo mínimo posible. Cuando ocurren los hechos de enero de 2001, es decir, la fuga del capo de la droga, la reacción de la CNDH, en vez de reconocer errores, fue tratar de desprestigiarla a través de filtraciones periodísticas. Guadalupe Morfín no sólo supo defenderse, sin obviar la campaña sucia con documentos y pruebas. La estrategia de la cndh cambió: cuando en Puebla se reunieron a fines de abril los ombudsman de la república, los visitadores de la cndh no quisieron contestar en la orden del día a dos preguntas de la ombudsman jalisciense: primera, por qué motivo Soberanes no le contestó los oficios que le envió durante el año 2000 sobre la gravedad de la situación en el penal de máxima seguridad, y segunda, la causa por la cual buscaron desprestigiarla con las filtraciones periodísticas, si los culpables eran ellos. Cuando fueron presionados por otros ombudsman, uno de los visitadores dijo increíblemente que no responderían a provocaciones ni harían el juego a protagonismos. Digo increíblemente porque el visitador se negó a ver lo evidente: uno de los hombres públicos más protagonistas de la vida política mexicana, hasta el fastidio extremo, es precisamente su apartidista jefe. Haber estudiado Derecho me enseñó algo. En este país las leyes no existen, o existen para ser manipuladas, torcidas y ensuciadas, sobre todo por los que las conocen a fondo. Uno de los hechos más tristes es ver que, quien tiene la fuerza, puede manchar con desprecio la honra del débil que lo cuestiona, y luego acusarlo ante los tribunales o ante la opinión pública. Guadalupe Morfín aún espera
su ratificación como ombudsman, pero el gobernador y la mayoría
de diputados panistas, han hecho lo imposible para evitar la confirmación
de una mujer que ha evidenciado los abusos y arbitrariedades del gobierno
jalisciense. Ojalá que se imponga la justicia.
Luis
Tovar
Cero y van dos
El pasado viernes 15 de junio se estrenó, con 160 copias de acuerdo con Videocine, empresa que se encargó de la distribución, la cinta mexicana Perfume de violetas (nadie te oye), dirigida por la cineasta mexicana Maryse Sistach. Entre finales de mayo y principios de junio, Sistach reveló que la Dirección de Radio, Televisión y Cinematografía estaba clasificando esta película como C, es decir, para adultos de dieciocho años en adelante. Cuando se habló de esto en el foro El reglamento de cine al desnudo, que ya se comentó en este espacio, el responsable de la Dirección de Cinematografía deRTC dijo que no, que Perfume de violetas había sido clasificada como B. Quienes habíamos escuchado la versión de la propia Sistach estábamos confundidos. Por fin, el pasado martes 12 se supo que la película fue considerada como B restringida, clasificación que obliga a incluir en su promoción la siguiente leyenda: No recomendada para menores de quince años. La marcha de las letras Como se consignó en los medios, el gobierno foxifílico que nos está tocando conocer estrenó sus dotes censoras atentando contra Y tu mamá también, a la que le asestaron la C en la frente, para menoscabo de la audiencia que habría podido tener si los abascalianos clasificadores no creyeran que un beso entre hombres sólo puede ser visto, entendido y aceptado por quienes hayan nacido de 1983 para atrás. (¿Cómo entender, en tal caso, la catatonia de los supuestamente responsables de velar por esas mismas, inentendibles y numinosas buenas costumbres, cuando en televisión siempre han dejado y siguen dejando pasar toda suerte de caricaturizaciones de la comunidad homosexual, que sólo perpetúan una de nuestras más vergonzantes formas del racismo? Mande sus respuestas a Los Pinos, con copia para RTC y, de pilón, a la Sacristía del Trabajo.) En esta danza de las letras sólo dios sabe de qué diablos se agarran los clasificadores para dictaminar que tal o cual escena no puede ser vista por un menor de edad. En el caso de Perfume de violetas, la restricción, que se supone de carácter estrictamente informativo, sin duda va a funcionar como la guadaña que siegue la cantidad de público que, con menos mochismo y más cordura de las autoridades en la materia, estaría acudiendo en mayor número a las salas de cine. Además, hay una confusión terminológica que sería cómica si sus resultados no fueran así de negativos: restricción, advertencia, recomendación e informativo son palabras que, mezcladas al estilo RTC, pueden formar una bonita admonición; por ejemplo: Mira, Maryse, te restrinjo para que le adviertas a tu potencial público que yo no recomiendo tu película a menores de quince años, aunque, eso sí, debes decirles que esto es estrictamente informativo, o te advierto que la restrinjas a menores de quince años, o infórmales que les recomiendo que se restrinjan... Las posibilidades son infinitas. En Perfume de violetas no hay escenas de consumo de drogas ni sexo explícito, dos de las razones tradicionalmente esgrimidas por los censores. No obstante, hubo que convencerlos, y de todos modos se salieron en parte con la suya. Este nuevo atentado a la libertad que el público menor de dieciocho años tiene de ver una historia que le atañe de manera directa, sólo puede ser entendido como la continuidad de una línea moralina más propia de la época uruchurtista que de éstos, que se suponen tiempos de cambio. Sin que se sepa a ciencia cierta si sus perpetradores son conscientes o no del ridículo que están haciendo en materia cultural, estos bandazos tienen que ponernos en alerta contra lo que, a falta de desmentidos, es toda una estrategia de adecentamiento: nada de drogas, nada de sexo, nada de palabrotas para los chiquillos y chiquillas. Señores encargados de imponer comunitariamente su moral personal: entiendan que tener menos de dieciocho años significa, en términos legales, ser menor de edad, no menor mental. No se balconeen. Para adolescentes y adultos Yéssica (Ximena Ayala, ganadora del Ariel por esta actuación) y Miriam (Nancy Gutiérrez, estupenda intérprete surgida del taller de actuación creado a propósito de esta película) son dos alumnas de secundaria, lo cual significa, entre muchas otras cosas, tener quince años o menos, y, por ende, hallarse en proceso de formación emocional. Prácticamente con su amistad como único asidero frente a una realidad que las rebasa (como a los censores de la película, por lo demás), a ellas les ha tocado la suerte de varios millones de adolescentes mexicanos: vivir en una pobreza irresoluble, aderezada de violencia permanente, cuyo cerco se vuelve más estrecho por culpa de la desinformación y los prejuicios. En un barrio urbano de clase baja, nada de lo que cuenta Perfume de violetas puede considerarse imposible; de hecho, Maryse Sistach y José Buil, autor del guión y ganador del correspondiente Ariel, se basaron en un hecho real sucedido hace seis años. Más allá de las cualidades técnicas y formales aquí desplegadas, lo más destacable de la cinta es su capacidad para contar eficientemente una historia cruda y difícil de asimilar si uno va al cine sólo a entretenerse. Sistach consigue transmitir, de manera impactante, el sentimiento de opresión, desesperanza y ausencia de salidas que invade a Yéssica, su protagonista. Es la soledad más absoluta de esta adolescente lo que presenciamos en varias secuencias: cuando le ordenan escribir las planas acerca de su menstruación; cuando llora de impotencia junto a Miriam; cuando su madre (María Rojo) se impacienta con ella; cuando la madre de Miriam (Arcelia Ramírez) la condena moralmente... En opinión de este columnista, Perfume de violetas es la mejor película de Maryse Sistach, y por esa razón, pero sobre todo por tratarse de una cinta insoslayable para adolescentes y adultos, fui a verla con mi hija de doce años.
Silvia Gruner y sus territorios internos ¿Qué nos pueden decir las fotos de una banqueta con grietas, reparada con cinta adhesiva? ¿Qué lectura darle a un rompecabezas en cerámica con el lema Calmar el dolor es obra divina, llevado del hospital al museo? ¿Por qué instalarse en el centro de un puente peatonal del Periférico? ¿Para qué someterse a sesiones de psicoanálisis en el asiento trasero de un auto en pleno freeway de San Diego? Con sus objetos, fotografías, performances, videos e instalaciones, Silvia Gruner (Ciudad de México, 1959) lanza sus cuestionamientos sobre el cuerpo femenino, el deseo, los desencuentros y la erosión física y espiritual. Cada una de sus piezas es un territorio que recorre a fin de propiciar un estado emocional. Y, lejos de responder a tanta pregunta que le hacen al ver su trabajo ecléctico, ella únicamente saborea los encuentros que establece con las esculturas y los artefactos que construye en su tarea autorreferencial. Considerada por la crítica de arte como una autora clave para narrar el quehacer artístico de los años noventa en México, Gruner se formó en la Betzabel Academy of Art and Design de Jerusalén (Israel, 1982) y en el Massachussets College of Art de Boston (Estados Unidos, 1986). Fue a mediados de los ochenta, cuando hacía su maestría en artes plásticas en Boston, que realizó su primera exposición individual. De entonces a la fecha, sus películas en súper 8, sus dibujos, videos, fetiches, reliquias y acciones, han ocupado museos mexicanos y también de Argentina, España, Corea, Canadá, Francia, Venezuela, Australia, Inglaterra, Alemania y Estados Unidos. Especialmente en la frontera norte de México, a uno y otro lado del río Bravo, Gruner ha hecho una especie de peregrinaje interno para develar algo de lo que nos une y separa de los vecinos de las estrellitas. El evento inSITE ha acogido sus propuestas sobre la tan nombrada identidad, mote del que descree de la misma manera que desconfía de las etiquetas clasificatorias de su trabajo: feminista, mexicano, analítico y una vasta cantidad de etcéteras. Para algunos, su trabajo ofrece un discurso sobre el amor y el afecto. Ella coincide y amplía que lo suyo teje subjetivamente en los hilos del desgaste físico y espiritual de los humanos, en el placer y la vulnerabilidad. Narrow Slot-Sueño paradójico es uno de sus trabajos más recientes. Una especie de road-movie enloquecido en el que se sirve de camaritas espía y micrófonos ocultos para ofrecernos el resultado de sus sesiones de psicoanálisis con dos especialistas de Tijuana y San Diego. Como si fuese el diván, Gruner se coloca en el asiento trasero del auto, cierra los ojos, sube los pies a la ventanilla y va respondiendo a las preguntas que le hacen una mujer y un hombre psicoanalistas, en sus trayectos San Diego-Tijuana y Tijuana-San Diego. En un espacio protegido, Gruner reconstruye el no-discurso, edita, no deja momento de descanso ni de narrativa lineal. Es un proceso donde todo se enuncia y se desvanece al instante, en el cual la paciente quita sus respuestas para dejar el juego de ping pong entre los dos psicoanalistas que la cuestionan sobre el amor, el sexo, el padre, los sueños, las fronteras internas, las ansiedades y el narcisismo. Es tal el trabajo de experimentación que en el video parecen contestarse ellos mismos, mientras Gruner gesticula, se ampara y cambia los roles de poder en las terapias psicoanalíticas tan ligadas al conductismo en Estados Unidos. Antes de esta pieza, concebida para dos grandes proyectores, realizó la video instalación Atravesar las grandes aguas ¡Ventura! (1999-2000), donde ofrece un retrato propio y de la ciudad a partir de un vertiginoso recorrido por pasamanos y escaleras de puentes peatonales en el Periférico de la Ciudad de México donde, por cierto, asaltaron a la artista y al camarógrafo Rafael Ortega, quitándoles el implemento de trabajo. Subir. Bajar. Atravesar. Pararse. Mirar el flujo delirante de automóviles a nuestros pies. Encontrar accidentalmente una mano ajena y estrecharla. Atravesar. Bajar. Subir. Arrastrar la mano por el barandal. Escuchar a la gente de abajo pidiéndote que no te tires al vacío o simplemente lanzándote besos. Eso es la pieza para nueve proyectores que se presentó en la exposición Circuito interior (Museo Carrillo Gil, marzo de 2000). Para la historiadora del arte Magalí Arriola, la obra juega sobre el caos citadino pero, al mismo tiempo, aborda el intento fallido por detener el curso de las cosas; por hacer de una pausa momentánea una marca trascendente, a sabiendas de que no representa sino una de tantas historias que corren hacia su propio destino. Así, ya sea jugar con el caos, ser actriz en películas experimentales, caminar sus rutas interiores o ironizar sobre el cuerpo y el alma, Silvia Gruner implementa en cada obra una resistencia activa, cuestionadora, para que sirva como catalizador y desprenda el gatillo que eche a andar la cabeza de cada uno de los que tenemos su trabajo enfrente. |