domingo Ť 24 Ť junio Ť 2001
Néstor de Buen
Misas políticas
El texto del artículo 24 constitucional es rotundo: "Todo hombre es libre para profesar la creencia religiosa que más le agrade y para practicar las ceremonias, devociones o actos de culto respectivo, siempre que no constituyan un delito o falta penados por la ley". Pero, a su vez, el primer párrafo del artículo 130 recuerda que: "El principio histórico de la separación del Estado y las Iglesias orienta las normas contenidas en el presente artículo".
La misa celebrada en la Basílica de Guadalupe, con asistencia manifiesta de políticos de varios partidos, pero fundamentalmente del PAN, no puede ser considerada violatoria de la Constitución o de la ley. Me temo, sin embargo, que sí puede ser considerada como una especie de provocación frente al laicismo estructural con más que motivaciones históricas que ha sustentado México desde el presidente Juárez (por cierto, un católico militante) hasta la recordada reforma salinista del artículo 130 constitucional.
La culpa no la tiene Tomás Moro, que se ofreció a su propia ejecución con la misma templanza con que Sócrates ingirió la cicuta. Ahora el abogado inglés que entregó su vida a cambio de mantener su fe por encima de su relación con el poder real se ha convertido en un símbolo político. No es extraño que Carlos Abascal haya escrito el prólogo de su biografía en una obra que tuvo la gentileza de regalarme.
Y repitiendo frases del Quijote, que es la moda, habrá que decir que "con la Iglesia hemos topado". Yo admiro de ella su actitud cuando no intenta compartir el poder temporal. Pero a la menor posibilidad -y desde la presidencia de Salinas de Gortari se le han abierto muchas-, la Iglesia católica de manera particular se lanza con todos sus viejos ímpetus cristeros a participar en la lucha por el poder político con la esperanza de que vuelvan los tiempos de su absoluto dominio, evidente en el virreinato y aun en los primeros años de la Independencia, y que sólo tuvo que contener sus ansias cuando Benito Juárez puso en vigor las Leyes de Reforma. Y a las hazañas de Juárez siguieron las muy efectivas del presidente Calles, que puso en orden a quienes, de acuerdo con su costumbre, volvían a las andadas con el fenómeno más que lamentable de la Guerra Cristera.
Política y religión, sobre todo la católica, aunque no es la única, son productos que no se entienden bien. La dictadura de Francisco Franco, con sus infinitos crímenes de guerra y de paz, recibió bendiciones de Pío XII. Juan Pablo II pasará a la historia por muchas cosas, pero sobre todo por su acción rotunda en la vida política de su país de origen, Polonia.
Hace años, un muy querido rector de la Universidad Iberoamericana me decía que lo mejor que le había ocurrido a la relación Estado-Iglesia en México era la prohibición del culto público, que había facilitado una vida en común de absoluto respeto y de manifiesta libertad.
Reconozco que hubo un tiempo, prolongado, en que los políticos más relevantes ocultaban su catolicismo, lo que siempre me pareció absurdo. El problema no es la manera de pensar sino la abdicación del ejercicio del poder temporal en beneficio de una sumisión a la Iglesia que nunca conduce a nada bueno.
Yo le echo porras a mi amigo Jorge Carpizo, por su violento discurso en defensa de su actuación como procurador general de la República en el penoso caso del cardenal Posadas. Y me parece que ese es el camino: dejar muy claramente establecidas las fronteras y que cada quien se ocupe de lo que le toca.
No me gustaron, por ello mismo, las dos evidentes manifestaciones de catolicismo a ultranza del Presidente el día que tomó posesión. Se postró antes que nada en la Basílica frente a la Iglesia, y por la tarde recibió públicamente de su hija un enorme crucifijo. No necesitaba hacerlo. Lo primero me pareció ofensivo frente al laicismo oficial de nuestro país. Daba la impresión de que antes de tomar el poder político se arrodillaba frente al poder de la Iglesia. Lo segundo me pareció de mal gusto.
Dicen los penalistas que el adulterio no es delito si no se hace con escándalo (en forma pública y notoria). Y a mí me parece que este vínculo con dos poderes, si es discreto, está bien, pero si se hace notoriamente público es una simple y sencilla provocación. La vía para contestarla es el divorcio. Juárez y Calles lo utilizaron. Habrá que volverlo a hacer.