domingo Ť 24 Ť junio Ť 2001

José Agustín Ortiz Pinchetti

La capital: remedios caseros

He publicado un par de articulitos sobre los que aman y los que están desenamorados de la ciudad capital. He escrito que aquellos que la quieren la viven bien, la conocen y la defienden, y he puesto el ejemplo paradigmático de José Iturriaga. Luego escribí sobre los que la viven a disgusto, que no se deciden a irse, pero reniegan de ella.

Para sorpresa mía pocos artículos de los que he publicado en muchos años han merecido respuesta tan numerosa. Predominan cartas irritadas o nostálgicas. En muchas se critica con bastante violencia al gobierno actual. No utilizo ni utilizaré este medio para polemizar sobre las virtudes y defectos de un gobierno al que sirvo. En esta actividad me comporto libremente como un ciudadano más. Creo además que el gobierno tiene una gran responsabilidad en garantizar la seguridad de sus habitantes, mejorar la condición de vida y otorgar los mínimos del bienestar a los más pobres. Y que amar o no amar a la ciudad donde uno vive es una responsabilidad personal, intransferible, inalienable, imprescriptible, como era antes el ejido.

He tomado el trabajo de conversar con algunas personas de clase media y media alta, amigos míos y que forman parte del universo de lectores de La Jornada. Les he preguntado cuáles son las cosas que los han llevado a desenamorarse de la ciudad de México y cómo han reaccionado respecto de ellas. La respuesta ha sido rica, y los remedios inventados, pintorescos.

En esta encuesta "silvestre" he encontrado que los motivos para no querer vivir en el Distrito Federal son básicamente la inseguridad, el tráfico caótico, el mal transporte, la pavimentación desastrosa, el exceso de basura, humo, ruido, las marchas, el exceso de normatividad y trámites burocráticos, la ausencia de una cultura urbana, la fealdad de la ciudad. El paisaje urbano. Y no en menor medida la fealdad social que negamos: la desigualdad y la pobreza. Los millares de mendigos y de vendedores ambulantes que escapan de las estadísticas del INEGI, cuya presencia y dolor es una afrenta para todos nosotros y que contrastan con la opulencia de las ínsulas criollas.

Las personas que viven descontentas crean una serie de técnicas adaptativas ingeniosas. Por ejemplo, en el tema de la inseguridad desarrollan actitudes verdaderamente paranoides: sólo asisten a lugares con estacionamiento propio; antes de subir y bajar de su auto ven que nadie se acerque; miran constantemente el espejo retrovisor para que nadie los siga; si viven en un condominio exigen que les pongan altas bardas protectoras, y que policías y perros cuiden la entrada y salida del mismo. Cualquiera que se acerque a preguntarles algo es un enemigo potencial; cambian de hábitos; restringen las salidas nocturnas a ciertas zonas de la ciudad; cambian sus horarios; no caminan por aquellas callecitas de sabor colonial que se han vuelto peligrosas; asisten mejor a gimnasios cerrados; caminan por zonas muy conocidas e iluminadas. Procuran vestimenta y accesorios discretos, un reloj made in China; no usan tarjetas de crédito, ni llevan chequera para cualquier urgencia. A algunas mujeres les gustaría llevar una armadura estilo Juana de Arco.

Para esquivar los problemas de vialidad, cambian de rutas, no utilizan las vías principales y prefieren las alternativas aunque sean lentas; prefieren no ir a otras delegaciones sino a la que viven, salvo que el trabajo los obligue; prefieren desconocer la ciudad que afrontar el tráfico; prefieren no asistir a actos que se realizan lejos de sus casas. Sustituyen y borran de su memoria la visión de los "espectaculares" del Periférico, aprenden de memoria dónde están los baches y los topes disfrazados. Evitan las rutas más deterioradas, para no caer en alguno. Están pendientes de los noticiarios sobre marchas, plantones y similares, para evitarlos; compran gotas o hierbas para evitar la irritación ocular que provoca la contaminación. Gastan dinero que necesitarían para divertirse en pagar abogados o gestores expertos en el laberinto burocrático.

Para compensar la fealdad de la ciudad hacen ejercicios mentales y físicos que desahogan las tensiones y las tendencias violentas y criminales internas que provocan la inseguridad y la fealdad, hacen yoga, tai chi, karate, y de vez en cuando autodefensa y filosofía china. Ejercitan la tolerancia hasta extremos intolerantes.

Alentarían a los jóvenes que hacen graffiti a que aprendieran pintura y llenaran con sus creaciones las paredes de la capital. Apoyarían a las autoridades si verdaderamente va en serio aquello de desmontar los "espectaculares", que vuelven tan deprimente el Periférico y otras vías primarias. Usan lentes bien oscuros porque atenúan los contrastes. A veces se han acercado a las organizaciones vecinales con el intento de mejorar la apariencia de los barrios y jardines. Intentan de forma personal desanimar la mendicidad y las ventas de ambulantes en semáforos no dando limosna ni comprando productos.

Todo muy interesante, pero puras respuestas reactivas; es la construcción de un caparazón. Son remedios caseros desesperados. Creo que mis amigos que no pueden querer a su capital ni salir de aquí, podrían tener muchas opciones mucho más creativas. En algún artículo de las próximas semanas platicaremos de ellas.

[email protected]