domingo Ť 24 Ť junio Ť 2001

Rolando Cordera Campos

El atorón

!nfalible, el presidente Fox innovó de nuevo. La economía mexicana, advirtió quien meses atrás le había enmendado la plana a Guillermo Ortiz y sus previsiones económicas, está atorada. Se trata, terció pronto Claudio X. González, presidente del Consejo Coordinador Empresarial, de eso, de un atorón y no de una recesión. Todo sea por alejar los demonios del desánimo y la crítica remolona, aunque otros líderes industriales llamen ya a la reedición de los pactos por la competitividad, que pongan en paz a los sindicatos, alíneen los salarios con los precios esperados, que siempre son más altos, y que salgan al paso de la tan temida maldición azteca de recesión con inflación y devaluación.

El Presidente se supera y deja atrás otros intentos por revolucionar la terminología económica, siempre lúgubre e impertinente. Atonía y no recesión, propuso allá por el año de gracia de 1971 el secretario de Hacienda, cuando el país empezaba a vivir los sinsabores del ciclo que declinaba urbi et orbi, y que pronto abriría la puerta al cambio global y brutal del mundo en que todavía estamos. Don Hugo Margáin "se cayó del caballo" y dejó la Secretaría de Hacienda, y el presidente que lo tiró se apresuró a presumir que la política económica "se hacía en Los Pinos".

Contra lo que muchos dicen todavía hoy, ahí empezó el declive del presidencialismo económico que Ortiz Mena, junto con López Mateos y Díaz Ordaz, había llevado a la cúspide. Echeverría olvidó o no entendió nunca que la clave de ese régimen de conducción de la economía residía precisamente en el hecho de que la política económica no se hacía en Los Pinos, y que era eso lo que le permitía al presidente en turno ser el árbitro y decididor de última instancia, no sólo en la política sino también en la economía.

La pretensión de acuñar para la temporada que arrancó "oficialmente" hace unos días ("realmente", hace tiempo que lo hizo) la categoría del atorón resulta, en esta perspectiva, piadosa. Puede, por desgracia, ser ineficaz, cuando no perniciosa, para lo que empieza a aparecer como urgente: una nueva ronda de diálogo entre los (pocos) actores sociales organizados, que evite las estampidas del capital financiero, atenúe los efectos del atorón sobre el empleo, y defienda a la planta productiva y empresarial de los remezones de una economía internacional que no las tiene todas consigo, a pesar de la nueva economía que tanto emociona a nuestros planeadores vernáculos.

Mientras algún tipo de recesión se abre paso entre conjuras y abluciones, no estaría mal que el gobierno tomara cartas en el asunto y se arriesgara a prever y a prepararse para actuar en los peores escenarios que hasta su planeación estratégica puede advertirle. Imaginar un pacto que gire de nuevo en torno a la "comprensión" de los trabajadores, que siempre ha resultado en compresión salarial, es iluso. Puede también ser nocivo para sus inmediatos beneficiarios, porque sus ventas, de por sí disminuidas, pueden venirse abajo sin que sus costos disminuyan lo conveniente (para ellos).

Así, no haríamos otra cosa que repetir, como tragicomedia nefasta, otros ejercicios en corporativismo ramplón que minaron las bases políticas del Estado, dividieron a los grupos sociales mejor organizados y dejaron en el desamparo a los más pobres. Con todo y democracia y alternancia, con todo y nueva era, ese parece ser el subsuelo de nuestra convivencia pública y el cavernoso acontecer cotidiano de la vida privada de las mayorías empobrecidas.

En un interesante pero complaciente editorial (con los ricos, por supuesto), The Economist (06/16-22/01) advierte sobre los peligros de una desigualdad que ha perdido el bálsamo protector del crecimiento. Cuando las economías entran en recesión, o se atoran (pace Claudio), el resentimiento a que la desigualdad incita puede volverse ira porque las distancias de ingreso y riqueza se despliegan en pobreza, pérdida de empleo, inseguridad galopante, que acercan a los no tan pobres con los que sí lo son y han sido, y que, en las economías avanzadas, son minorías, lo que no es nuestro caso. Llega entonces la hora de las tentaciones "populistas" (aquí interpreto libérrimamente al semanario, para ponerlo a tono con la verborrea doméstica), pero también la oportunidad de que con su desprendimiento activo los ricos defiendan una desigualdad que es fruto de su capacidad y habilidad para aprovechar oportunidades, unir voluntades mediante la bolsa y juntar recursos e innovar para hacerse millonarios de Las mil y una noches (como Bill Gates). Hasta aquí el cuento de la centenaria publicación británica.

Para nosotros, por desgracia, es el cuento de nunca acabar, el del gato con los pies de trapo, entre otras cosas porque estamos empeñados en hacer historia sin siquiera pasar la vista por la que ya pasó, en repetir descalabros que queremos edulcorar con gracejos y puntadas, o tapar con el dedo mágico del desprecio por el diagnóstico y la discusión racional. Al gobierno le toca, por mandato constitucional y ahora ciudadano, hacer la ponencia y aportar sensatez y disposición al diálogo racional, lo que no ha hecho. Pero al resto nos toca hacer lo posible por sobreponernos a esto que Monsiváis llamó alguna vez un retraso social mental que, digo yo, nos mata de a poquito.

Después del bochorno del "departamento de blancos" de la semana anterior, es inevitable, aunque doloroso, hablar en primera persona del plural, y no precisamente para decir "nosotros, el Pueblo".