sabado Ť 23 Ť junio Ť 2001

Ilán Semo

La transición que se estaciona

AÑO 1. EL PROCESO DE transición democrática que se inició el 2 de julio del año 2000 ha llegado a una encrucijada temprana. Como ocurre frecuentemente en las rupturas sociales, una convicción mayoritaria sobre el pasado no implica necesariamente una visión compartida del futuro. Siete breves meses, acaso desde el primero de diciembre, han revelado que el complejo y diferenciado cúmulo de fuerzas que propiciaron la derrota del Partido Revolucionario Institucional tenían, en rigor, sólo un denominador en común: el rechazo al antiguo orden político. Suficiente para acabar con un régimen, no para construir uno nuevo.

Lejos de fijar pactos, reglas y lenguajes comunes, los agentes de la ruptura del 2000 han empezado a optar por caminos disímbolos y gradualmente contradictorios. La transición mexicana se inaugura no como un esfuerzo mayoritario y compartido por inventar un orden efectivamente democrático, sino como una disputa cada vez más abierta e incierta por la naturaleza de ese orden. Es también una transición paradigmática. No se asemeja, a pesar de sus innegables esfuerzos, a esa mezcla de opereta populista y parálisis institucional que desairó a la primera década democrática de América Latina. (Chile es, como siempre, la excepción, y Brasil, la duda.) Pero día con día se aleja de la experiencia que cifró a los países del Mediterráneo durante los años 80. Una experiencia en la que la democracia y el Estado social tuvieron un encuentro notable.

Más que la derrota de un partido, las elecciones del 2 de julio trajeron consigo el inicio de la caída del régimen político que dominó al país durante más de medio siglo. Es un cambio de tal magnitud que habrá de ocupar al Estado y a la sociedad durante un periodo largo e incalculable. Sin embargo, los regímenes como los individuos cifran sus virtudes y sus límites en sus primeros años de vida. También las infancias políticas tienen prisa. La caída de un régimen no sólo implica el derrumbe de su elite dirigente, sino una angustiosa disyuntiva para todos y cada uno de sus componentes: mutar o desaparecer. El pasado se vuelve una sombra incómoda o caduca, y el futuro, un horizonte inaccesible. El ejercicio político del sentido se desentiende del sentido de los ejercicios políticos. Carlyle, que gozaba de un humor inmejorable, llamó a estas "transformaciones de era": "el espectáculo de la historia".

La transición mexicana, en su brevísima historia, no ha sido una excepción. Sus principales formaciones políticas expresan, así sea de manera involuntaria, ese malestar que reúne al sentimiento de caducidad con el de perplejidad, un sentimiento que impone todo destino que cobra un giro inasible. Y sus despobladas discursividades hablan acaso del desencuentro entre la inercia heredada de historias que dejan súbitamente de producir sentido y los radicales cambios que se han operado en la mentalidad ciudadana.

Es difícil, si no imposible, distinguir atisbos de un proyecto mínimamente nacional en el paso, relativamente acelerado, del antiguo y autoritario presidencialismo a esa suerte de populismo mediático light, que tiende a sustituir la inevitable inacción de un Estado en descomposición con el hiperactivismo presidencial. Tal vez sea una condena. Pero, obviamente, no se trata de un afán destinado a transformar al Estado en una "casa de todos", requisito indispensable del imaginario democrático, sino de emplear sus recursos e instituciones para propiciar la construcción de una nueva mayoría partidaria que posibilite su operación con la cohesión que permitían los equilibrios encapsulados del antiguo sistema. Apostar a una mayoría absoluta del PAN en congresos y gobiernos estatales como principio básico de gobernabilidad traza un derrotero, conflictivo y sinuoso, de sustitución de un régimen corporativo por una democracia dirigentista, una mofa democrática. ƑUna historia antigua que se repite? La disciplina del Estado se ha construido en México tradicionalmente desde la unificación capsular de la Presidencia. Lanzar al Estado y sus recursos comunicacionales, por ejemplo, por esa misma vía supone la edificación de redes notables de exclusión, incluso en la misma sociedad política.

Las razones de la inmovilidad del PRI son evidentes. Secuestrado por la distancia entre sus estructuras corporativas y su dirigencia tecnocrática, que lo ha ido abandonando paulatinamente, el antiguo partido de Estado aparece hoy como un paisaje lunar de grupos y fracciones sin cohesión mínima. Abunda en poderes regionales, que pueden rebelarse incluso contra la Federación, como en Yucatán, Oaxaca o Guerrero. También están los poderes nacionales, que buscan conciliar con la Presidencia. Pero su existencia númerica se disuelve frente a la falta de un sitio, el centro, que hoy sólo puede ocuparse inclinándose hacia alguno de los extremos de la política de la transición.

El PRD ha cumplido su hora. La caída del antiguo régimen ha significado también su propia desazón. Una izquierda incapaz de enfrentar los retos que supone la conjunción entre globalidad y democracia, entre laicidad y tolerancia, cuyo proyecto nacional es la redición del populismo de los años 70, no parece destinada a convertirse en el eje del reto principal de la transición mexicana: la edificación de la franja de centro-izquierda. Esa franja cuya tarea consiste precisamante en tejer las redes de un Estado que, por social y distributivo, funja efectivamente como una "casa de todos".