viernes Ť 22 Ť junio Ť 2001
Jorge Camil
Sonidos
Para los amantes de la música sinfónica no existe emoción comparable a la anticipación que precede el inicio del concierto: las ricas maderas de los violines, el sollozo de las violas, el canto profundo de los violonchelos, el trinar de las flautas, la luminosa claridad de los instrumentos de viento enfrascados en una sonora Torre de Babel; cada quien repasando frenéticamente, en desorden y a última hora, los pasajes más difíciles de las obras que van a ser interpretadas; las apuradas subidas y bajadas de las escalas cromáticas que recuerdan los silbatos de los antiguos afiladores, los pizzicato, los trémolos, las dramáticas entradas de los instrumentos solistas. La anticipación aumenta cuando se adivinan, en medio de ese emocionante desorden orquestal, las frases más conocidas de las obras favoritas. Los músicos van llenando el escenario y se inicia, en ese mundo de sonidos estridentes, un extraño diálogo mudo con los espectadores: los músicos, inermes, observan al público encaramados en el podio y bajo la luz incandescente de los reflectores, y el público, expectante, hace su primera evaluación de la orquesta protegido por el anonimato de la oscuridad. En esos momentos el nombre, los antecedentes, la fama, pesan más que un saco de cemento; sobre todo cuando la orquesta es la Filarmónica de Nueva York y el director Kurt Masur interpretando uno de los monumentos de la música sinfónica del siglo XIX: la cuarta sinfonía de Anton Bruckner, titulada por el autor como Sinfonía romántica. La obra es la más melodiosa del ascético organista de la iglesia de Linz, ese creador de frases musicales aisladas que comienzan con un susurro imperceptible de violines y terminan invariablemente con un estruendoso tutti de los instrumentos de viento. Sus frases musicales, diría poéticamente uno de sus biógrafos, son un manojo de florecillas silvestres con la fuerza necesaria para traspasar un enorme bloque de concreto.
Vi por vez primera a Kurt Masur en el Carnegie Hall, a mediados de los setenta, dirigiendo la Orquesta Gewandhaus de Leipzig, en una serie de conciertos inolvidables durante los cuales interpretaron las nueve sinfonías de Beethoven. (No creo que en esa fecha Masur se hubiese atrevido a interpretar a Bruckner ante uno de los públicos más conocedores y exigentes del mundo, y poco después de la serie de conciertos con los que la Filarmónica de Berlín celebró en el mismo sitio, bajo la batuta magistral de Herbert Von Karajan, el primer centenario de su fundación.) Masur era entonces un imponente director de quijada rígida, mirada inflexible, con casi dos metros de estatura y un estómago a la medida de su porte. Una barba de candado profundamente negra acentuaba su gesto desafiante. Hoy, después de una década como director de la Filarmónica de Nueva York, una de las organizaciones musicales más democráticas del planeta, un Masur más esbelto y seguro de sí mismo (tal vez en el programa dietético fit for life) luce una barba blanca que ha suavizado considerablemente su mirada. "Hoy en día ya no hay dictadores en las orquestas", dijo en una entrevista a Reforma antes del memorable concierto en la Nezahualcóyotl, refiriéndose a los músicos legendarios que dirigieron con mano de hierro la filarmónica: Gustav Mahler, Arturo Toscanini y Leonard Bernstein.
Al final del inolvidable concierto la semana pasada se mezclaron la satisfacción y la nostalgia con la rabia: concluí que con la sola excepción del sexenio de José López Portillo los mexicanos hemos sido privados de la emoción de las grandes orquestas. El desarrollo compartido de Luis Echeverría, el nacionalismo revolucionario de Miguel de la Madrid, el liberalismo social de Carlos Salinas de Gortari y el neoliberalismo globalizador de Ernesto Zedillo resultaron sordos de nacimiento. šVaya, o con oídos de artillero!
Las prioridades han sido el desarrollismo, la política, la influencia transexenal, la banca, y la justificación suele ser que los países pobres no podemos darnos el lujo de ser anfitriones de las grandes orquestas (ni ser importadores a precios razonables de discos compactos o de libros en inglés, francés, alemán o italiano). šNo hay dinero para cosas superfluas! šClaro!, y mientras nos hundimos en una crisis interminable nos damos cuenta de que los gobiernos de la Revolución nos hicieron, además de pobres, ignorantes.
La cultura no debe ser asunto ocasional de festivales cervantinos, programas del DIF, caprichos de primeras damas o dádivas de gobiernos extranjeros. Los chiquillos (y las chiquillas, por supuesto) necesitan una dosis permanente de alimento del espíritu; el sonido bucólico de los cornos, el lamento romántico de las violas y el estruendo del acorde final de las grandes orquestas, que continúa vibrando en nuestro fuero interno el resto de la noche.