JUEVES Ť 21 Ť JUNIO Ť 2001

Olga Harmony

El médico de su honra

Es bien sabido que este drama de honor se inspira en una leyenda medieval que llegó hasta don Pedro Calderón de la Barca. En lo que no se ponen de acuerdo los estudiosos es en la razón del extraño final, pues para algunos es una crueldad más de Pedro I, para otros la anuencia del rey al bárbaro acto de don Gutierre, para alguno más es una crítica a los códigos de honor. A la sensibilidad moderna repugna, más que el crimen de don Gutierre, el hecho de que lo quisiera hacer pasar por lo que hoy sería tomado como un asesinato perfecto y los recursos de que para ello se vale. Y desconcierta que la tal curación de la honra del caballero no se haga pública, que la única sanación aparente es que se sepa que se ha consumado.

Hace ya varios años Adolfo Marsillac la trajo con el Teatro de la Comedia de Madrid, resolviendo los difíciles tránsitos de escenario a base de algunas ''japonerías'', entonces muy en boga y de hombres de negro como apoyos. La solución actual es mucho más ingeniosa. En una escenografía de Jorge Ballina y con un vestuario de Tolita y María Figueroa que van de lo medieval al barroco, se nos dan los tiempos de la acción y los tiempos de la escritura de la obra; la iluminación de Víctor Zapatero es otro acierto visual en un montaje que abunda en ellos, con un excelente trazo escénico de Aracelia Guerrero que maneja muy bien los tres espacios -la casa de don Gutierre y doña Mencia, los aposentos reales y la calle- con buenos e imaginativos recursos.

Por desgracia, la novel directora no se interiorizó lo suficiente en el texto como para extraer de él los ambientes sombríos del drama. Si Pedro I fue apodado El cruel y a instancias de Felipe II se le llamó El justiciero, a nadie se le hubiera ocurrido llamarlo algo así como El chistosito. Juan Carlos Vives nunca tiene la brutal altivez del rey que no ríe y en cambio hace casi tantas gracejadas como Silverio Palacios en el gracioso -y lo es- Coquín. Así, la escena en que el rey es herido accidentalmente por el infante don Enrique mueve a risas al público. Y si bien el espectador mexicano no tiene por qué conocer los hechos históricos en que Calderón se basó, la directora debería haberlos respetado, porque la escena no es un pretexto para que el infante se ausente, sino una siniestra premonición del duelo que sostendrán los hermanastros en Mariel en donde don Enrique mata al soberano ayudado por un valido (''Ni quito ni pongo rey, sólo ayudo a mi señor''). La ferocidad medieval nunca está planteada, antes convertida en chusca en la añadida escena de la extracción de los dientes a Coquín.

No es muy afortunada la adaptación que la directora hace del drama calderoniano. No importa reducir a un solo personaje a la esclava Jacinta y la sirvienta Teodora. pero suprimir de plano la presencia del sangrador Ludovico -quien es conducido, vendado de los ojos y bajo amenaza para sangrar hasta la muerte a doña Mencia- y adjudicar lo de las marcas de manos sangrientas a la esclava no sólo vuelve confuso el suceso (Jacinta bien sabe el domicilio del crimen) sino que suprime una feroz escena del drama y muestra lo meditado (hoy diríamos alevosía y ventaja) de las acciones de don Gutierre.

Excepto los antes mencionados, los actores del reparto no me resultan muy conocidos y, a excepción de la rica presencia de Gabriela Pérez como doña Leonor, se muestran actoralmente opacos y de dicción confusa y en ocasiones inaudible a pesar de los nuevos recursos con que cuenta el teatro Julio Castillo. Y si en un principio muchos pensamos que este teatro es excesivo para una directora principiante, aunque el inquieto productor que es Carlos López (Gusal, SA de CV) la rodeó de profesionales muy destacados en escenografía, vestuario e iluminación, eso acaba por no importar, porque es Pedro Calderón de la Barca el que fue excesivo para sus primerizos esfuerzos.